Yo vivo –o vivía antes del sismo del 19 de
septiembre de 2017: no sé en qué tiempo debo conjugar– en la Unidad Habitacional Tlalpan.
Mi edificio es el 3 A y mi departamento el 420, lo cual hacía que los amigos gastaran ciertas bromas porque, se sabe, el término “cuatro veinte” sirve para referirse
al consumo de cannabis: el veinte de abril se celebra el día mundial de la
mariguana y se ha estipulado a las 16:20 horas como la hora del té de los pachecos.
Con mi hermano yo vivo –o
vivía– en ese lugar equivalente al paraíso. Pero semanas antes del sismo, mi
madre fue diagnosticada con cáncer gástrico y, para cuidarla, nos mudamos temporalmente –eso creímos– con una tía cuyo departamento tiene elevador
y está ubicado cerca del hospital. Ahí estábamos cuando la tierra tembló. Un
par de horas después nos enteramos que el edificio 1 C de nuestro multifamiliar
había colapsado. Dejamos a mamá al cuidado de la familia y, en la motocicleta
de mi hermano, fuimos a ver lo sucedido. La ciudad era un desastre:
construcciones caídas, transportes cancelados, columnas de humo, telecomunicaciones
inservibles, ríos de personas que, caminando kilómetros, se dirigían a sus
casas mientras en sus cabezas latían las peores incertidumbres.
Esa noche cargamos
escombros en el edificio 1 C hasta las dos de la mañana, cuando regresamos a
ver a mamá, cuyos dolores aumentaban en la misma medida que, afuera, crecían el
número de muertos y la organización ciudadana. Al día siguiente supimos que
Juliancito y su hermana Jéssica habían muerto en las ruinas. A sus padres,
Nayeli y Nacho, los conocimos años atrás, en los cotorreos vecinales.
Juliancito era el líder de su pandilla infantil, una bola de niños que jugaban
hasta muy noche en los pasillos del multifamiliar. Era la hora del puesto de
pan, de las tostadas, de los tacos de doña Irma y su hijo El Emo, de las tienditas de abarrotes llenas de gente comprando huevos, jamón, leche. Mi hermano, con su aspecto de
sujeto rudo, llegaba del trabajo y Juliancito lo saludaba: qué onda Oso, ¿me das una vuelta en tu moto? Él, pese a su
cansancio, lo subía y lo paseaba alrededor de la cuadra. Tres semanas después
del terremoto doña Paty, abuela de Julián, me preguntó por mi hermano: era el ídolo de mi nieto, me dijo.
A veces, al departamento
420 invitábamos amigos. Se fumaba, se bebía cerveza y se preparaba de cenar.
De ahí la broma del cuatro veinte. Mi
madre, dueña de la casa, nos visitaba sólo el fin de semana, así que era
nuestro departamento de solteros. No lo sabíamos, pero vivíamos en el paraíso,
lugar donde, tras una jornada de trabajo, bastaba apretar un botón para sentarse
a ver Youtube en el sillón rojo que compramos a meses sin intereses en una
tienda departamental. Sin darnos cuenta habitábamos un paraíso donde, en macetas, crecían las plantas de
aguacate y de mamey y donde, sobre las repisas, yo acumulaba libros adquiridos
con paciencia de hormiga.
Fue en la banqueta de ese paraíso donde un día vi el cadáver de un gasterópodo que me hizo pensar en
lo abrupto de la muerte. Y fue a una cuadra de ahí, en el parque Cerro San
Antonio, cuando una mañana húmeda, poco antes de la enfermedad de mi madre y
del sismo, me encontré con una familia joven y muy humilde que recolectaba
caracoles. La madre, una mujer delgadísima, coordinaba a sus pequeños. Ellos,
espigadores de jardín público, se agachaban sobre las plantas mojadas, se
manchaban de lodo y, como niños que eran, se divertían, o al menos eso me
pareció. Le pregunté a la mujer para qué querían los caracoles. Para comerlos, respondió sonriendo. Con
cebolla, tomate, chile y tortillas.
Me pareció interesante
porque por esos días me había dedicado a recolectar aguacates en la colonia Juárez,
sitio donde se encuentra la Fundación que me becó durante dos años. Un amigo había
descubierto que algunas de las calles de la colonia están llenas de esos árboles.
Cuando comprobó que dan frutos, desarrolló un sistema equipado con sensores de
temperatura para controlar y acelerar la germinación de semillas, meta que ha logrado
en un tiempo récord de siete días. Quiere hacerlas crecer en su departamento
para luego trasplantarlas en camellones y parques de la ciudad. Un futuro de
guacamole público, dice.
Durante varios días –también
espigadores urbanos– trepamos a los árboles
y llenamos las mochilas. Los transeúntes nos veían asombrados y, en ocasiones, horrorizados. Algunos piensan que el suelo y la lluvia de la ciudad se
volvieron desde hace muchos años tóxicos y que nada de lo que crece aquí debería comerse: eso fue
posible sólo en tiempos pasados, dicen. Se cree que el paraíso fue un lugar irrecuperable
donde bastaba alargar la mano para encontrar el sustento. Donde era posible
llegar, tumbarse en el sillón y descansar.
Han pasado un mes y cinco
días, pero nadie puede vivir aún en el multifamiliar. Mi madre sufre en este
momento los síntomas de la segunda quimioterapia, además de los dolores
ocasionados por el tumor. Vivimos temporalmente en casa de la tía Laura, en la
colonia Narvarte, a pocos metros del Viaducto y a quince minutos en automóvil
del Hospital General. Entre las escasas pertenencias que he podido sacar del
departamento 420 se encuentra la planta de mamey.