jueves, 16 de abril de 2015

Gasterópodo

(Publicado en Este país)

Pesadillescos heraldos negros, mensajes plenos de un significado ulterior que no he podido descifrar, los cadáveres de animales que solía encontrar con macabra frecuencia tirados en la calle dejaron de pronto de aparecer en mi vida. De esos tétricos despojos hoy sólo quedan registros escritos (quien lo desee puede leer “El gato” y “Cadáver de gallina”, dos textos que hablan al respecto), como la siguiente anotación de mi diario fechada el sábado trece de septiembre de 2014: “Acabo de ver un caracol muerto, aplastado en la banqueta, secándose al sol.”
Leo la pequeña entrada (ese día no escribí nada más) y un golpe de recuerdos acude a mi cabeza. Revivo el momento e imagino la escena:

Embellecido por la empresa descomunal de atravesar la acera del edificio, babosamente ufano de su frágil –grácil– armadura, dejando tras de sí una esforzada estela apenas cinética, el gasterópodo fue sorprendido por la suela eclipsante de un zapato. Desproporción casi divina de los cuerpos. Indolencia o ignorancia del asesino que, lo más seguro, llevaba prisa por llegar a algún sitio. Imperceptible crujido óseo de la concha (¿el sonido se disolvió en la entropía acústica del universo o aún viaja discreto hasta llegar a un oído que fugazmente lo escuchará como un quejido de hojas secas?). Una vida cuya heroica bandera era la lentitud fue detenida y sus despojos quedaron abandonados sin respeto.

No es lo mismo ver un caracol muerto que una rata destripada. Las emociones suscitadas divergen. Mientras que ante un roedor sin vida se puede llegar a sentir felicidad y sevicia, el cadáver de un caracol (único molusco que ha conquistado el espacio terrestre) produce desesperanza y tristeza. Para nosotros, las ratas son sucias, voraces y portadoras de enfermedades. “La rata obesa de exquisito pelambre, la malhechora / que se come el cereal del pobre, la muy canalla / que devora recién nacidos arrojados a los baldíos”, se lee en un poema de José Emilio Pacheco. Hay investigaciones que afirman que una rata copula aproximadamente 35 mil veces en su vida, cifra inalcanzable para un humano. ¡Alimañas crapulosas! Es precisamente su promiscuidad la que despierta nuestro odio, y no es descabellado aventurar que la especie humana se ha reproducido con tanto afán como respuesta defensiva ante la idea de que algún día esos roedores dominen el orbe y, ¡oh pesadilla!, seamos nosotros los que tengamos que vivir perseguidos en las cloacas, alimentándonos con lo que podamos sustraer de sus bodegas, sufriendo “la espantosa agonía del veneno”…

Patricia Highsmith, autora de más de veinte novelas y de un gran número de relatos, era tan prolífica en su trabajo literario que decía tener “tantas ideas como orgasmos tienen las ratas”. Acostada en su cama, abastecida de cigarrillos, café, rosquillas y a menudo una botella de vodka, lograba redactar dos mil palabras “en un día bueno”, récord verdaderamente envidiable. Además de pasar a la historia como la artífice de una excelente y extensa obra donde el misterio, el crimen y los tormentos psicológicos se mezclan en perturbadora armonía, la escritora estadounidense hoy es recordada como un persona ligeramente misántropa o, por lo menos, como alguien que prefería la compañía de los animales a la de los humanos. Tenía una predilección especial por los gatos (tal vez porque se comen a las ratas) y, cosa llamativa, por los caracoles, que criaba en su casa (llegó a tener más de trescientos en su jardín cuando vivía en Inglaterra). “Me transmiten una especie de calma”, le dijo a un entrevistador.

Cuando Highsmith se mudó a Francia, tuvo que cruzar la frontera varias veces con seis o diez caracoles escondidos en cada seno para burlar la prohibición aduanera de ingresar gasterópodos vivos al país. No quería abandonar a ninguno. Conocía la importancia de la vida de cada uno de esos seres, era capaz de apreciar su perfecta belleza y de no sentir asco cuando los viscosos cuerpos se deslizaban sobre su piel. ¿Cuál hubiera sido su reacción al descubrir el cadáver que yo vi el trece de septiembre?, ¿lo habría tomado en sus manos?

A mí los gasterópodos me fascinan visual y gastronómicamente, sin embargo, el tacto de sus antenas babosas me produce espeluzno. Por eso, al leer la fantástica novela Galaor de Hugo Hiriart, entendí el desánimo que experimentó el protagonista cuando, en su misión para salvar a la doncella Brunilda, se internó en los mortíferos jardines diseñados por el excéntrico don Diomedes, donde “el jardín de los caracoles –de todos los tamaños, todas las formas y todos los colores– le ocasionó, pese a su belleza irrecusable, tan grande repugnancia que pensó en el regreso”. Afortunadamente, Galaor venció el asco y pudo continuar su heroico camino… Llama mucho mi atención que el héroe, célebre por haber asesinado al temible puerco gigante del Automedonte, haya pensado en la deserción debido al espectáculo ofrecido por unos caracoles de “belleza irrecusable”.

La anécdota me hace pensar que los caminos de la hermosura, la repugnancia y la cobardía no corren muy separados uno del otro. Y quizá no importe, pues esos caminos, como los del amor, el odio y el éxito, se vuelven indiscernibles y vacuos cuando de golpe se interrumpe la espiral de nuestras vidas. Interrupción siempre abrupta que se manifiesta con la fuerza fulminante de un zapato descomunal que nos aplasta en la mitad de una banqueta y nos reduce, en el mejor de los casos, a un breve comentario anotado en un cuaderno sin importancia, a una línea que, aparte de quien la garrapateó, nunca nadie jamás leerá.

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