(Publicado en Este país)
Pesadillescos
heraldos negros, mensajes plenos de un significado ulterior que no he podido
descifrar, los cadáveres de animales que solía encontrar con macabra frecuencia
tirados en la calle dejaron de pronto de aparecer en mi vida. De esos tétricos
despojos hoy sólo quedan registros escritos (quien lo desee puede leer “El gato” y “Cadáver de gallina”, dos textos que hablan al respecto),
como la siguiente anotación de mi diario fechada el sábado trece de septiembre
de 2014: “Acabo de ver un caracol muerto, aplastado en la banqueta, secándose
al sol.”
Leo
la pequeña entrada (ese día no escribí nada más) y un golpe de recuerdos acude
a mi cabeza. Revivo el momento e imagino la escena:
Embellecido
por la empresa descomunal de atravesar la acera del edificio, babosamente ufano
de su frágil –grácil– armadura, dejando tras de sí una esforzada estela apenas
cinética, el gasterópodo fue sorprendido por la suela eclipsante de un zapato.
Desproporción casi divina de los cuerpos. Indolencia o ignorancia del asesino
que, lo más seguro, llevaba prisa por llegar a algún sitio. Imperceptible
crujido óseo de la concha (¿el sonido se disolvió en la entropía acústica del
universo o aún viaja discreto hasta llegar a un oído que fugazmente lo
escuchará como un quejido de hojas secas?). Una vida cuya heroica bandera era
la lentitud fue detenida y sus despojos quedaron abandonados sin respeto.
No
es lo mismo ver un caracol muerto que una rata destripada. Las emociones
suscitadas divergen. Mientras que ante un roedor sin vida se puede llegar a
sentir felicidad y sevicia, el cadáver de un caracol (único molusco que ha
conquistado el espacio terrestre) produce desesperanza y tristeza. Para
nosotros, las ratas son sucias, voraces y portadoras de enfermedades. “La rata
obesa de exquisito pelambre, la malhechora / que se come el cereal del pobre,
la muy canalla / que devora recién nacidos arrojados a los baldíos”, se lee en
un poema de José Emilio Pacheco. Hay investigaciones que afirman que una rata
copula aproximadamente 35 mil veces en su vida, cifra inalcanzable para un humano.
¡Alimañas crapulosas! Es precisamente su promiscuidad la que despierta nuestro
odio, y no es descabellado aventurar que la especie humana se ha reproducido
con tanto afán como respuesta defensiva ante la idea de que algún día esos
roedores dominen el orbe y, ¡oh pesadilla!, seamos nosotros los que tengamos
que vivir perseguidos en las cloacas, alimentándonos con lo que podamos
sustraer de sus bodegas, sufriendo “la espantosa agonía del veneno”…
Patricia
Highsmith, autora de más de veinte novelas y de un gran número de relatos, era
tan prolífica en su trabajo literario que decía tener “tantas ideas como
orgasmos tienen las ratas”. Acostada en su cama, abastecida de cigarrillos,
café, rosquillas y a menudo una botella de vodka, lograba redactar dos mil
palabras “en un día bueno”, récord verdaderamente envidiable. Además de pasar a
la historia como la artífice de una excelente y extensa obra donde el misterio,
el crimen y los tormentos psicológicos se mezclan en perturbadora armonía, la
escritora estadounidense hoy es recordada como un persona ligeramente
misántropa o, por lo menos, como alguien que prefería la compañía de los
animales a la de los humanos. Tenía una predilección especial por los gatos
(tal vez porque se comen a las ratas) y, cosa llamativa, por los caracoles, que
criaba en su casa (llegó a tener más de trescientos en su jardín cuando vivía
en Inglaterra). “Me transmiten una especie de calma”, le dijo a un
entrevistador.
Cuando
Highsmith se mudó a Francia, tuvo que cruzar la frontera varias veces con seis
o diez caracoles escondidos en cada seno para burlar la prohibición aduanera de
ingresar gasterópodos vivos al país. No quería abandonar a ninguno. Conocía la
importancia de la vida de cada uno de esos seres, era capaz de apreciar su perfecta
belleza y de no sentir asco cuando los viscosos cuerpos se deslizaban sobre su
piel. ¿Cuál hubiera sido su reacción al descubrir el cadáver que yo vi el trece
de septiembre?, ¿lo habría tomado en sus manos?
A mí
los gasterópodos me fascinan visual y gastronómicamente, sin embargo, el tacto
de sus antenas babosas me produce espeluzno. Por eso, al leer la fantástica
novela Galaor de Hugo Hiriart, entendí el desánimo
que experimentó el protagonista cuando, en su misión para salvar a la doncella
Brunilda, se internó en los mortíferos jardines diseñados por el excéntrico don
Diomedes, donde “el jardín de los caracoles –de todos los tamaños, todas las
formas y todos los colores– le ocasionó, pese a su belleza irrecusable, tan
grande repugnancia que pensó en el regreso”. Afortunadamente, Galaor venció el
asco y pudo continuar su heroico camino… Llama mucho mi atención que el héroe,
célebre por haber asesinado al temible puerco gigante del Automedonte, haya
pensado en la deserción debido al espectáculo ofrecido por unos caracoles de
“belleza irrecusable”.
La
anécdota me hace pensar que los caminos de la hermosura, la repugnancia y la
cobardía no corren muy separados uno del otro. Y quizá no importe, pues esos
caminos, como los del amor, el odio y el éxito, se vuelven indiscernibles y
vacuos cuando de golpe se interrumpe la espiral de nuestras vidas. Interrupción
siempre abrupta que se manifiesta con la fuerza fulminante de un zapato
descomunal que nos aplasta en la mitad de una banqueta y nos reduce, en el
mejor de los casos, a un breve comentario anotado en un cuaderno sin
importancia, a una línea que, aparte de quien la garrapateó, nunca nadie jamás
leerá.
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