martes, 24 de octubre de 2017

Gasterópodo III

Yo vivo –o vivía antes del sismo del 19 de septiembre de 2017: no sé en qué tiempo debo conjugar– en la Unidad Habitacional Tlalpan. Mi edificio es el 3 A y mi departamento el 420, lo cual hacía que los amigos gastaran ciertas bromas porque, se sabe, el término “cuatro veinte” sirve para referirse al consumo de cannabis: el veinte de abril se celebra el día mundial de la mariguana y se ha estipulado a las 16:20 horas como la hora del té de los pachecos.
Con mi hermano yo vivo –o vivía– en ese lugar equivalente al paraíso. Pero semanas antes del sismo, mi madre fue diagnosticada con cáncer gástrico y, para cuidarla, nos mudamos temporalmente –eso creímos– con una tía cuyo departamento tiene elevador y está ubicado cerca del hospital. Ahí estábamos cuando la tierra tembló. Un par de horas después nos enteramos que el edificio 1 C de nuestro multifamiliar había colapsado. Dejamos a mamá al cuidado de la familia y, en la motocicleta de mi hermano, fuimos a ver lo sucedido. La ciudad era un desastre: construcciones caídas, transportes cancelados, columnas de humo, telecomunicaciones inservibles, ríos de personas que, caminando kilómetros, se dirigían a sus casas mientras en sus cabezas latían las peores incertidumbres.

Esa noche cargamos escombros en el edificio 1 C hasta las dos de la mañana, cuando regresamos a ver a mamá, cuyos dolores aumentaban en la misma medida que, afuera, crecían el número de muertos y la organización ciudadana. Al día siguiente supimos que Juliancito y su hermana Jéssica habían muerto en las ruinas. A sus padres, Nayeli y Nacho, los conocimos años atrás, en los cotorreos vecinales. Juliancito era el líder de su pandilla infantil, una bola de niños que jugaban hasta muy noche en los pasillos del multifamiliar. Era la hora del puesto de pan, de las tostadas, de los tacos de doña Irma y su hijo El Emo, de las tienditas de abarrotes llenas de gente comprando huevos, jamón, leche. Mi hermano, con su aspecto de sujeto rudo, llegaba del trabajo y Juliancito lo saludaba: qué onda Oso, ¿me das una vuelta en tu moto? Él, pese a su cansancio, lo subía y lo paseaba alrededor de la cuadra. Tres semanas después del terremoto doña Paty, abuela de Julián, me preguntó por mi hermano: era el ídolo de mi nieto, me dijo.
A veces, al departamento 420 invitábamos­ amigos. Se fumaba, se bebía cerveza y se preparaba de cenar. De ahí la broma del cuatro veinte. Mi madre, dueña de la casa, nos visitaba sólo el fin de semana, así que era nuestro departamento de solteros. No lo sabíamos, pero vivíamos en el paraíso, lugar donde, tras una jornada de trabajo, bastaba apretar un botón para sentarse a ver Youtube en el sillón rojo que compramos a meses sin intereses en una tienda departamental. Sin darnos cuenta habitábamos un paraíso donde, en macetas, crecían las plantas de aguacate y de mamey y donde, sobre las repisas, yo acumulaba libros adquiridos con paciencia de hormiga.
Fue en la banqueta de ese paraíso donde un día vi el cadáver de un gasterópodo que me hizo pensar en lo abrupto de la muerte. Y fue a una cuadra de ahí, en el parque Cerro San Antonio, cuando una mañana húmeda, poco antes de la enfermedad de mi madre y del sismo, me encontré con una familia joven y muy humilde que recolectaba caracoles. La madre, una mujer delgadísima, coordinaba a sus pequeños. Ellos, espigadores de jardín público, se agachaban sobre las plantas mojadas, se manchaban de lodo y, como niños que eran, se divertían, o al menos eso me pareció. Le pregunté a la mujer para qué querían los caracoles. Para comerlos, respondió sonriendo. Con cebolla, tomate, chile y tortillas.
Me pareció interesante porque por esos días me había dedicado a recolectar aguacates en la colonia Juárez, sitio donde se encuentra la Fundación que me becó durante dos años. Un amigo había descubierto que algunas de las calles de la colonia están llenas de esos árboles. Cuando comprobó que dan frutos, desarrolló un sistema equipado con sensores de temperatura para controlar y acelerar la germinación de semillas, meta que ha logrado en un tiempo récord de siete días. Quiere hacerlas crecer en su departamento para luego trasplantarlas en camellones y parques de la ciudad. Un futuro de guacamole público, dice.
Durante varios días –también espigadores urbanos–  trepamos a los árboles y llenamos las mochilas. Los transeúntes nos veían asombrados y, en ocasiones, horrorizados. Algunos piensan que el suelo y la lluvia de la ciudad se volvieron desde hace muchos años tóxicos y que nada de lo que crece aquí debería comerse: eso fue posible sólo en tiempos pasados, dicen. Se cree que el paraíso fue un lugar irrecuperable donde bastaba alargar la mano para encontrar el sustento. Donde era posible llegar, tumbarse en el sillón y descansar.
Han pasado un mes y cinco días, pero nadie puede vivir aún en el multifamiliar. Mi madre sufre en este momento los síntomas de la segunda quimioterapia, además de los dolores ocasionados por el tumor. Vivimos temporalmente en casa de la tía Laura, en la colonia Narvarte, a pocos metros del Viaducto y a quince minutos en automóvil del Hospital General. Entre las escasas pertenencias que he podido sacar del departamento 420 se encuentra la planta de mamey.

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