lunes, 5 de octubre de 2015

En el Hotel Belmar

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Al día siguiente de la presentación editorial que nos congregó en Mazatlán, encontré de nuevo a Juan Esmerio –vi a lo lejos su enigmático rostro de chino moreno– en la terraza del hotel Belmar, uno de los establecimientos más viejos y truculentos del puerto. El sopor y la luminosidad exterior del mediodía obligaban a pedir una cerveza y a beberla ahí mismo, bajo la sombra con vista al mar. Él estaba acodado en la barra, charlando con unas personas. Ya se iba de regreso a Culiacán, así que nuestra plática fue corta, pero no por eso indigna de su personalidad amante de las curiosidades sinaloenses, la literatura, los datos puntillosos y las historias sabrosas. Comenzamos a hablar acerca de cualquier cosa cuando de pronto me dijo “mira” y sacó de su mochila un libro que contenía la poesía reunida de una autora japonesa del siglo XIX cuyo nombre –por la rareza de su fonética– no puedo ahora recordar. Me explicó, entre otras cosas, que ella había vivido en Mazatlán y que aquí se dedicó, silenciosa y quizá a la orilla del mar o bajo un árbol de mango por no haber cerezos en flor, a escribir haikús en su lengua nativa:
–Hasta ahora había permanecido inédita y casi por completo desconocida. Una amiga mía, investigadora, reunió los manuscritos, los tradujo y los publicó en esta edición independiente que, por desgracia, no se puede conseguir en librerías –dijo y me alcanzó el volumen que, al menos por fuera, era bello, de unas ciento cincuenta páginas.
Antes de despedirse, Esmerio se disculpó por no poder regalarme el ejemplar debido a que sólo tenía uno. Recordé entonces que una de sus características personales es la generosidad: el día en que lo conocí (en octubre de 2013) salí de su oficina en el Instituto Sinaloense de Cultura cargando una pequeña pila de libros que me obsequió... Nos dimos un apretón de manos y lo vi salir del local, rumbo al malecón. Yo me quedé en el Belmar, pedí otra cerveza –aquí, por el calor, uno puede beber sin emborracharse tan rápido como en el altiplano– y pasé el resto de la tarde imaginando cómo serían los haikús mazatlecos de esa japonesa a la que quizá mis antepasados observaron pasear con sombrilla y kimono por las calles de esta ciudad. Enfrascado en mis reflexiones, vi cómo una pátina nacarada, oriental, cubrió las tonalidades del atardecer sobre el mar.
            Hay pláticas, anécdotas, libros, que por su belleza germinal, son granos de arena que se cuelan en nuestro cráneo y, con paso del tiempo –oscura y rumiante meditación solitaria, bello encallecimiento del alma–, forman perlas en las concavidades del espíritu. No lo digo yo. La metáfora es, precisamente, de Juan Esmerio, que la colocó en un fragmento de su novela Patasaladas (Ediciones Sin Nombre, 2004):


Mientras lo veía subir por las escaleras del hotel (se sacudía las palmas en el aire), el Chori recordó la manera en que se formaban las perlas. Sintió las palabras del gringo como un grano de arena que dentro de sí iba a engrosar, con el tiempo y en una lechosa oscuridad. Sólo faltaría encontrar la ostra y abrir la concha para que le diera la luz y proyectara su brillo nacarado. (p. 138)   

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