Al día siguiente de la presentación
editorial que nos congregó en Mazatlán, encontré de nuevo a Juan Esmerio –vi a
lo lejos su enigmático rostro de chino moreno– en la terraza del hotel Belmar,
uno de los establecimientos más viejos y truculentos del puerto. El sopor y la
luminosidad exterior del mediodía obligaban a pedir una cerveza y a beberla ahí
mismo, bajo la sombra con vista al mar. Él estaba acodado en la barra,
charlando con unas personas. Ya se iba de regreso a Culiacán, así que nuestra
plática fue corta, pero no por eso indigna de su personalidad amante de las
curiosidades sinaloenses, la literatura, los datos puntillosos y las historias
sabrosas. Comenzamos a hablar acerca de cualquier cosa cuando de pronto me dijo
“mira” y sacó de su mochila un libro que contenía la poesía reunida de una
autora japonesa del siglo XIX cuyo nombre –por la rareza de su fonética– no
puedo ahora recordar. Me explicó, entre otras cosas, que ella había vivido en
Mazatlán y que aquí se dedicó, silenciosa y quizá a la orilla del mar o bajo un
árbol de mango por no haber cerezos en flor, a escribir haikús en su lengua
nativa:
–Hasta ahora había
permanecido inédita y casi por completo desconocida. Una amiga mía,
investigadora, reunió los manuscritos, los tradujo y los publicó en esta
edición independiente que, por desgracia, no se puede conseguir en librerías
–dijo y me alcanzó el volumen que, al menos por fuera, era bello, de unas
ciento cincuenta páginas.
Antes de despedirse,
Esmerio se disculpó por no poder regalarme el ejemplar debido a que sólo tenía
uno. Recordé entonces que una de sus características personales es la generosidad:
el día en que lo conocí (en octubre de 2013) salí de su oficina en el Instituto
Sinaloense de Cultura cargando una pequeña pila de libros que me obsequió...
Nos dimos un apretón de manos y lo vi salir del local, rumbo al malecón. Yo me
quedé en el Belmar, pedí otra cerveza –aquí, por el calor, uno puede beber sin
emborracharse tan rápido como en el altiplano– y pasé el resto de la tarde
imaginando cómo serían los haikús mazatlecos de esa japonesa a la que quizá mis
antepasados observaron pasear con sombrilla y kimono por las calles de esta
ciudad. Enfrascado en mis reflexiones, vi cómo una pátina nacarada, oriental,
cubrió las tonalidades del atardecer sobre el mar.
Hay
pláticas, anécdotas, libros, que por su belleza germinal, son granos de arena
que se cuelan en nuestro cráneo y, con paso del tiempo –oscura y rumiante
meditación solitaria, bello encallecimiento del alma–, forman perlas en las
concavidades del espíritu. No lo digo yo. La metáfora es, precisamente, de Juan
Esmerio, que la colocó en un fragmento de su novela Patasaladas (Ediciones Sin Nombre, 2004):
Mientras
lo veía subir por las escaleras del hotel (se sacudía las palmas en el aire),
el Chori recordó la manera en que se formaban las perlas. Sintió las palabras
del gringo como un grano de arena que dentro de sí iba a engrosar, con el
tiempo y en una lechosa oscuridad. Sólo faltaría encontrar la ostra y abrir la
concha para que le diera la luz y proyectara su brillo nacarado. (p. 138)
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