Hace
un momento, antes de salir a pasear por las colonias circunvecinas y de
descubrir con azoro que vivo rodeado de callejones extraños llenos de charcos
de lluvia, pensaba que reflexionar sobre el ensayo como género literario era
una tarea estéril, onanista. ¿Para qué hacerlo si todo me era ya familiar, si
podía directamente escribir ensayos sin teorizar al respecto? No quería repetir
esa información que grabé una vez con esmerada caligrafía en las vigas que
sostienen el techo de mi dormitorio: que Michel de Montaigne, heredero directo
de escritores como Cicerón y Séneca, inauguró a fines del siglo XVI, mediante
la escritura de Los ensayos, este
género que, a grandes rasgos, sirve para indagar, discurrir e investigar–desplegando
belleza verbal– sobre una infinidad de asuntos con la intención elíptica o
digresiva –cuando no francamente retorcida, alambicada– de terminar meditando
acerca de uno mismo.
Las vigas de mi dormitorio |
Y hubiera seguido pensando igual de no
ser porque, durante ese paseo, me asomé a un charco que me devolvió un reflejo
insólito y algo monstruoso de mi rostro que me hizo pensar que nada es tan
familiar como se quiere creer. Por esa razón, cuando regresé a casa, me dije
que reflexionar sobre el ensayo quizá no sería tan estéril como había supuesto.
Después de todo, hay ciertos aspectos que, bien enfocados, resultan
misteriosos, paradójicos. Por ejemplo: ¿cómo demonios se puede hablar de uno
mismo al discurrir acerca de una infinidad de asuntos extraños? Me dirigí a la
pequeña sección de mi biblioteca donde guardo algunos textos sobre el ensayo y
lo primero que encontré fue un estudio de Alberto Paredes donde, por un parte,
sostiene que en este género literario el yo (esa cosa interior, dispersa o
monádica, según se quiera ver) ocupa un lugar protagónico pues todo ahí está
profundamente “imbuido del yo autoral”. Pero por otra parte, Paredes deja claro
que el ensayo se diferencia de los otros géneros debido a que mantiene una
relación mayor con el exterior, con los temas y referentes que aborda el
ensayista. ¿Paradoja irresoluble? Sospecho que no.
Si uno lee cualquier ensayo (alguno de
Montaigne, para no ir más lejos), se dará cuenta de que se trata de un espacio
textual intermedio y propicio para la contaminación entre el yo autoral y los
referentes externos. Por eso Liliana Weinberg, según leo en un volumen que
acabo de sacar de mi librero, dice que le gusta pensar el género “en su
esencial heterogeneidad, en su capacidad mediadora entre mundos y articuladora
de experiencias”. Y por eso ella recupera la figura mitológica de Prometeo como
metáfora ideal para el ensayo: el Titán que, al robar el fuego de los dioses
para llevarlo a los mortales, establece un canal o espacio mediador entre
esferas antes incompatibles. Así, en el ensayo no sólo el yo del autor y el
tema abordado se articulan, sino también otros ámbitos por lo general separados
como la lógica y la poesía, la alta cultura y la baja, lo imaginario y lo
fáctico, los diversos géneros literarios, el conocimiento empírico y el
libresco…
Prometeo |
Ahora bien, una de las cosas más
interesantes de la metáfora de Weinberg es que afirma que “Prometeo es
responsable de sus actos y sabe, a diferencia de Hermes, que el secreto que
tendrá que conducir debe ser averiguado por él, porque en ello radica su
ejercicio de responsabilidad”, lo cual subraya un aspecto importantísimo de
este género literario: el carácter empírico que impele a quien lo escribe a
probar y averiguar las cosas por él mismo, a ser escéptico y desconfiar, como
yo hice después del paseo sin rumbo que di por las colonias aledañas a mi
hogar, de las verdades establecidas y de los métodos convencionales para
acceder al conocimiento. “Lo que busca el ensayista es pensar las cosas por sí
mismo y llegar, si es que llega a algún lado, a una conclusión personal”, dice
Luigi Amara en una revista que encuentro en un estante.
Y a propósito de recorridos sin rumbo y
de conclusiones personales, llama mi atención que
ensayistas como Amara y Vivian Abenshushan consideren el ensayo y el paseo como
actividades afines que, alejadas de las certezas y las metas fijas, privilegian
la búsqueda y la meditación acerca de cómo vivir la propia vida: “En Montaigne
–dice Abenshushan–, ensayar era una actividad al mismo tiempo reflexiva y
vagabunda (hecha de libros, pero también de viajes) que desembocó en una
existencia consecuente (cultivar la sensatez en un mundo que se dirigía al
caos)”. Llama mi atención porque me parece una casualidad curiosa el que yo,
hace unas horas, tuviera que salir a dar un paseo para decidirme a escribir
esta reflexión sobre el ensayo cuya motivación original fue haberme dado
cuenta, en el reflejo de un charco, que en ocasiones no me reconozco, que el
mayor de los enigmas soy yo y la manera en que vivo, que el misterio de mi
personalidad siempre estará soterrado en la base de cualquier ensayo que me
disponga a escribir, sin importar que para ello tenga primero que abordar
cualquier asunto exterior a mí.
(Publicado en Este país)
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