domingo, 24 de mayo de 2015

Escoliastas

(Publicado en Este país)


Los escolios que encuentro en unas páginas abiertas al azar dentro de mi caro ejemplar de Rastros de carmín, de Greil Marcus

Para mí, leer jamás ha sido una actividad aséptica. Todos mis libros están maniáticamente anotados, manchados, subrayados. En los márgenes, entre líneas, en las páginas de adelante y de atrás. Eso sí: nunca con tinta. Sólo utilizo lápices de madera que, de preferencia, sean del número dos. Obviamente el tipo de papel tiene una importancia fundamental en este asunto: mientras que los libros corrientes o demasiado viejos hacen insatisfactoria toda anotación por el tacto burdo de una superficie casi refractaria al grafito, las ediciones finas vuelven una delicia el desplazamiento del lápiz sobre la hoja impoluta. El diletantismo del escoliasta.

En mi caso personal, los subrayados y anotaciones cumplen funciones de ex libris. En cambio, colocar mi nombre como marca de propiedad en una obra escrita por alguien más, eso sí me parece un acto de gandallismo. Por ello me enojé con mi madre el día en que llegué a casa y la sorprendí rotulando mis iniciales en los bordes superiores de varios de mis libros, “para que nadie te los robe, hijo”. Por fortuna sólo había rayado los volúmenes que caben en un metro de repisa. Por desgracia lo hizo con un plumón de aceite. Lo curioso fue la conclusión del incidente: me molesté tanto con ella y le recriminé con tal dureza, que después fui yo quien terminó pidiendo perdón…


Algunos de los polvosos libros que rotuló mi madre

“Hay lectores que rayan libros ajenos como si fueran propios. Es lo de siempre. Un abuso sobre otro. Esa gente ha de ser la misma que en los cuartos de hotel, en vez de ser la presencia efímera que no deja ningún rastro, se empeña en que los futuros huéspedes vean su paso por ahí. La estela de podredumbre que también somos”, dice Erik Alonso en Los procesos, y tiene razón. Escoliar se vuelve un abuso cuando los libros son de alguien más o conforman el acervo de una biblioteca pública. Cuando nosotros los compramos, la cosa cambia, o eso creemos. Se pone entonces en marcha la convencional idea de la propiedad, que desde siempre ha servido como pretexto para legitimar la profanación y justificar esa “estela de podredumbre que también somos”.

Pierre-Joseph Proudhon afirmaba que la propiedad es un robo. Yo digo que se trata más bien de un engaño, y los libros están ahí para demostrarlo. Si los compramos o heredamos, creemos que son inalienablemente nuestros, pero se trata de una ilusión porque ellos pertenecen desde ahora, al menos en potencia, a personas extrañas. Dormitando en el librero, esperan a que muramos para huir a manos de alguien más, al polvoso mercado de lo usado o a los estantes de alguna biblioteca pública, es decir, a continuar con la cadena de la cultura humanística que desde hace milenios se transmite gracias al trasiego de libros y manuscritos. La única manera de evitarlo sería prenderle fuego a nuestras bibliotecas personales y después arder a lo bonzo en una misma conflagración.

Esa característica de propiedad obsolescente que es consustancial a los libros hace que el dilema de anotar y subrayar adquiera un cariz ético. ¿Hasta qué punto es lícito mancillar algo que virtualmente ya pertenece a otra persona? La pregunta, como puede verse, va más allá de los simples hábitos lectores y pone en tela de juicio la totalidad de los actos humanos sobre la Tierra. Porque es innegable que nuestro progreso y conservación como especie desde siempre han dependido de la conculcación de lo ajeno. Vivimos en esta ciudad porque poco a poco aniquilamos unos majestuosos lagos que no nos pertenecían. La cultura misma es una cadena de apropiaciones, una guirnalda de plagios, de escolios en obras ajenas, de palimpsestos en los créditos autorales, de pentimentos abusivos y bellamente creativos. ¿No es acaso toda gran obra literaria una tachadura o un comentario realizado sobre letras ya existentes? Claro que sí.

Aunque la propiedad sea un engaño, opino que escoliar libros es un acto positivo, casi un compromiso con el futuro. Para muestra un botón: en la Edad Media, cuando las lenguas romances se encontraban ya en pleno desarrollo pero todos los documentos estaban aún escritos en latín, los pocos lectores que había —en su mayoría estudiantes monásticos— tenían la buena o mala costumbre de hacer anotaciones en los manuscritos de las bibliotecas para explicar ciertos pasajes difíciles de comprender o para traducir frases latinas complicadas. En la actualidad, esos escolios, llamados “glosas”, tienen una enorme importancia para los estudios de lingüística histórica. En España, por ejemplo, destacan las glosas emilianenses y silenses, realizadas en el siglo XI dentro de los monasterios de San Milán y Santo Domingo de Silos, cerca de la ciudad de Burgos, por no estar escritas en latín sino en “la lengua navarro-aragonesa en su etapa arcaica”, es decir, una lengua bastante cercana al castellano. Hoy, gracias a esos estudiantes irrespetuosos que rayaban los libros que leían, tenemos una idea más clara de cómo fue la evolución de las lenguas romances en la península ibérica, evolución que nos atañe a todos los hablantes del español.

Por otro lado, los escolios, molestos y vandálicos para los defensores de lo aséptico, son en muchos casos verdaderos tesoros para los investigadores y críticos literarios. Un buen ejemplo de ello se ve en Llamadme Ismael, estupendo ensayo que sobre Herman Melville escribió Charles Olson. Cada vez que lo consulto, imagino al autor convertido en una suerte de detective consagrado a rastrear las huellas que dejó el creador de Moby Dick en cartas, viajes y aun en los márgenes de los libros que leía. Lo imagino convenciendo a los descendientes de Melville para que le permitieran consultar las obras de Shakespeare que aquél había comprado en una librería de Boston en febrero de 1849. Y casi lo puedo ver escrutando apasionadamente las páginas shakesperianas hasta dar con los escolios que en las guardas del último volumen hizo Melville, de los cuales los más importantes están mezclados con explicaciones referentes a la composición de Moby Dick: “estas notas —afirma Olson— se refieren a Ahab, Pip, Bulkington, Ismael, y son la clave respecto de las intenciones de Melville para con estos personajes”. El detective encontró ahí la evidencia literaria que buscaba. Tiempo después, al redactarLlamadme Ismael, consignó la conclusión a la que lo condujo su trabajo detectivesco, y lo hizo con cierto tono judicial, como de veredicto inapelable: “Aunado a los párrafos sobre Shakespeare en el artículo sobre Hawthorne, las notas en las obras de Shakespeare verifican lo que prueba Moby Dick: Melville y Shakespeare habían hecho un Corinto y de la quema salió Moby Dick, bronce”.

Para quien advierte su importancia, los escolios sirven como pistas y huellas que conducen a comprometedoras resoluciones: “Que Apolo mintió nos ayudan a descubrirlo escoliastas y lexicógrafos, esta legión de espías que nos informan sobre la vida secreta de los dioses”, dice Roberto Calasso en su ensayo “La locura que viene de las ninfas”. Claro que, en esos casos, se trata de anotaciones ilustres, disciplinadas, hechas por la aristocracia de los escoliastas, por decirlo de algún modo. Lamentablemente, somos mayoría los plebeyos que, cuando anotamos, sólo ponemos caritas felices para celebrar las frases que nos gustan mucho, o “pfffffs” onomatopéyicos cuando lo que leemos nos parece estúpido y vulgar. Cada quien deja la huella que su peso le permite.

¿De qué depende la trascendencia de los escolios? Quizá, como la literaria, se deba más a factores azarosos que de mérito. Llegados a este punto, como con los hipotéticos libros geniales que nadie leerá porque desaparecieron antes de llegar a las manos de un editor que los salvara de la destrucción, cabe suspirar por las anotaciones estupendas que lectores agudísimos se han negado a realizar por exceso de timidez o de respeto a la propiedad ajena. Lo cual, por supuesto, tiene su reverso en la ingente cantidad de escolios estúpidos que inundan millares de libros y que han pasado a la historia gracias a las noticias que nos hacen llegar los bibliófilos. Un ejemplo ciertamente simpático es el que da a conocer Francisco de la Maza en su estudio titulado Enrico Martínez, cosmógrafo e impresor de la Nueva España. Ahí, después de hacer un escrupuloso catálogo de las obras que publicó en su imprenta el sabio Enrico, describe un ejemplar del único libro que éste escribió: el Reportorio de los Tiempos y Historia Natural desta Nueva España, del año 1606Me parece que la descripción que hace De la Maza es, por su amor al detalle, adecuada para cerrar este texto donde he querido hacer un breve repaso de lo que significa para mí ser un escoliasta. Espero que el público, después de leerlo, se atreva a subrayar y tachar las cosas que no sean de su agrado, que sospecho son varias.

La palabra es, pues, de Francisco de la Maza:

Se conocen varios ejemplares del Reportorio: el del Museo Nacional, que perteneció al licenciado Paz del Valle, que puso en la portada su nombre y esta tontera: “cumple este año de 1666, 60 años de edad”. Quizá de su mano sean también los inmensos subrayados y las muchas e impertinentes notas del texto. Perteneció después a don Domingo de Zúñiga, que puso en la página 152: “Este libro es de uso de Domingo de Zúñiga”, a la moda frailuna; abajo dice con distinta letra: “es borracho y loco”. En la página 156 dice: “Soy de Christóbal de Zúñiga y Ontiveros, año de 1731 y lo empeñé en dos reales de tepache con el que alucinado medía yo mexor las estrellas”. ¡Cómo se hubiera lastimado Enrico Martínez de esta burla de su compañero de oficio del siglo XVIII, el impresor Zúñiga y Ontiveros! Por último, en la página 177 dice: “Leí este libro en el mes de febrero de 1660. Mariano de Lizardi”.
Mis fotocopias del libro de Francisco de la Maza, donde se reproduce la portada del Reportorio de Enrico Martínez

No hay comentarios:

Publicar un comentario