domingo, 24 de mayo de 2015

Escoliastas

(Publicado en Este país)


Los escolios que encuentro en unas páginas abiertas al azar dentro de mi caro ejemplar de Rastros de carmín, de Greil Marcus

Para mí, leer jamás ha sido una actividad aséptica. Todos mis libros están maniáticamente anotados, manchados, subrayados. En los márgenes, entre líneas, en las páginas de adelante y de atrás. Eso sí: nunca con tinta. Sólo utilizo lápices de madera que, de preferencia, sean del número dos. Obviamente el tipo de papel tiene una importancia fundamental en este asunto: mientras que los libros corrientes o demasiado viejos hacen insatisfactoria toda anotación por el tacto burdo de una superficie casi refractaria al grafito, las ediciones finas vuelven una delicia el desplazamiento del lápiz sobre la hoja impoluta. El diletantismo del escoliasta.

En mi caso personal, los subrayados y anotaciones cumplen funciones de ex libris. En cambio, colocar mi nombre como marca de propiedad en una obra escrita por alguien más, eso sí me parece un acto de gandallismo. Por ello me enojé con mi madre el día en que llegué a casa y la sorprendí rotulando mis iniciales en los bordes superiores de varios de mis libros, “para que nadie te los robe, hijo”. Por fortuna sólo había rayado los volúmenes que caben en un metro de repisa. Por desgracia lo hizo con un plumón de aceite. Lo curioso fue la conclusión del incidente: me molesté tanto con ella y le recriminé con tal dureza, que después fui yo quien terminó pidiendo perdón…


Algunos de los polvosos libros que rotuló mi madre

“Hay lectores que rayan libros ajenos como si fueran propios. Es lo de siempre. Un abuso sobre otro. Esa gente ha de ser la misma que en los cuartos de hotel, en vez de ser la presencia efímera que no deja ningún rastro, se empeña en que los futuros huéspedes vean su paso por ahí. La estela de podredumbre que también somos”, dice Erik Alonso en Los procesos, y tiene razón. Escoliar se vuelve un abuso cuando los libros son de alguien más o conforman el acervo de una biblioteca pública. Cuando nosotros los compramos, la cosa cambia, o eso creemos. Se pone entonces en marcha la convencional idea de la propiedad, que desde siempre ha servido como pretexto para legitimar la profanación y justificar esa “estela de podredumbre que también somos”.

Pierre-Joseph Proudhon afirmaba que la propiedad es un robo. Yo digo que se trata más bien de un engaño, y los libros están ahí para demostrarlo. Si los compramos o heredamos, creemos que son inalienablemente nuestros, pero se trata de una ilusión porque ellos pertenecen desde ahora, al menos en potencia, a personas extrañas. Dormitando en el librero, esperan a que muramos para huir a manos de alguien más, al polvoso mercado de lo usado o a los estantes de alguna biblioteca pública, es decir, a continuar con la cadena de la cultura humanística que desde hace milenios se transmite gracias al trasiego de libros y manuscritos. La única manera de evitarlo sería prenderle fuego a nuestras bibliotecas personales y después arder a lo bonzo en una misma conflagración.

Esa característica de propiedad obsolescente que es consustancial a los libros hace que el dilema de anotar y subrayar adquiera un cariz ético. ¿Hasta qué punto es lícito mancillar algo que virtualmente ya pertenece a otra persona? La pregunta, como puede verse, va más allá de los simples hábitos lectores y pone en tela de juicio la totalidad de los actos humanos sobre la Tierra. Porque es innegable que nuestro progreso y conservación como especie desde siempre han dependido de la conculcación de lo ajeno. Vivimos en esta ciudad porque poco a poco aniquilamos unos majestuosos lagos que no nos pertenecían. La cultura misma es una cadena de apropiaciones, una guirnalda de plagios, de escolios en obras ajenas, de palimpsestos en los créditos autorales, de pentimentos abusivos y bellamente creativos. ¿No es acaso toda gran obra literaria una tachadura o un comentario realizado sobre letras ya existentes? Claro que sí.

Aunque la propiedad sea un engaño, opino que escoliar libros es un acto positivo, casi un compromiso con el futuro. Para muestra un botón: en la Edad Media, cuando las lenguas romances se encontraban ya en pleno desarrollo pero todos los documentos estaban aún escritos en latín, los pocos lectores que había —en su mayoría estudiantes monásticos— tenían la buena o mala costumbre de hacer anotaciones en los manuscritos de las bibliotecas para explicar ciertos pasajes difíciles de comprender o para traducir frases latinas complicadas. En la actualidad, esos escolios, llamados “glosas”, tienen una enorme importancia para los estudios de lingüística histórica. En España, por ejemplo, destacan las glosas emilianenses y silenses, realizadas en el siglo XI dentro de los monasterios de San Milán y Santo Domingo de Silos, cerca de la ciudad de Burgos, por no estar escritas en latín sino en “la lengua navarro-aragonesa en su etapa arcaica”, es decir, una lengua bastante cercana al castellano. Hoy, gracias a esos estudiantes irrespetuosos que rayaban los libros que leían, tenemos una idea más clara de cómo fue la evolución de las lenguas romances en la península ibérica, evolución que nos atañe a todos los hablantes del español.

Por otro lado, los escolios, molestos y vandálicos para los defensores de lo aséptico, son en muchos casos verdaderos tesoros para los investigadores y críticos literarios. Un buen ejemplo de ello se ve en Llamadme Ismael, estupendo ensayo que sobre Herman Melville escribió Charles Olson. Cada vez que lo consulto, imagino al autor convertido en una suerte de detective consagrado a rastrear las huellas que dejó el creador de Moby Dick en cartas, viajes y aun en los márgenes de los libros que leía. Lo imagino convenciendo a los descendientes de Melville para que le permitieran consultar las obras de Shakespeare que aquél había comprado en una librería de Boston en febrero de 1849. Y casi lo puedo ver escrutando apasionadamente las páginas shakesperianas hasta dar con los escolios que en las guardas del último volumen hizo Melville, de los cuales los más importantes están mezclados con explicaciones referentes a la composición de Moby Dick: “estas notas —afirma Olson— se refieren a Ahab, Pip, Bulkington, Ismael, y son la clave respecto de las intenciones de Melville para con estos personajes”. El detective encontró ahí la evidencia literaria que buscaba. Tiempo después, al redactarLlamadme Ismael, consignó la conclusión a la que lo condujo su trabajo detectivesco, y lo hizo con cierto tono judicial, como de veredicto inapelable: “Aunado a los párrafos sobre Shakespeare en el artículo sobre Hawthorne, las notas en las obras de Shakespeare verifican lo que prueba Moby Dick: Melville y Shakespeare habían hecho un Corinto y de la quema salió Moby Dick, bronce”.

Para quien advierte su importancia, los escolios sirven como pistas y huellas que conducen a comprometedoras resoluciones: “Que Apolo mintió nos ayudan a descubrirlo escoliastas y lexicógrafos, esta legión de espías que nos informan sobre la vida secreta de los dioses”, dice Roberto Calasso en su ensayo “La locura que viene de las ninfas”. Claro que, en esos casos, se trata de anotaciones ilustres, disciplinadas, hechas por la aristocracia de los escoliastas, por decirlo de algún modo. Lamentablemente, somos mayoría los plebeyos que, cuando anotamos, sólo ponemos caritas felices para celebrar las frases que nos gustan mucho, o “pfffffs” onomatopéyicos cuando lo que leemos nos parece estúpido y vulgar. Cada quien deja la huella que su peso le permite.

¿De qué depende la trascendencia de los escolios? Quizá, como la literaria, se deba más a factores azarosos que de mérito. Llegados a este punto, como con los hipotéticos libros geniales que nadie leerá porque desaparecieron antes de llegar a las manos de un editor que los salvara de la destrucción, cabe suspirar por las anotaciones estupendas que lectores agudísimos se han negado a realizar por exceso de timidez o de respeto a la propiedad ajena. Lo cual, por supuesto, tiene su reverso en la ingente cantidad de escolios estúpidos que inundan millares de libros y que han pasado a la historia gracias a las noticias que nos hacen llegar los bibliófilos. Un ejemplo ciertamente simpático es el que da a conocer Francisco de la Maza en su estudio titulado Enrico Martínez, cosmógrafo e impresor de la Nueva España. Ahí, después de hacer un escrupuloso catálogo de las obras que publicó en su imprenta el sabio Enrico, describe un ejemplar del único libro que éste escribió: el Reportorio de los Tiempos y Historia Natural desta Nueva España, del año 1606Me parece que la descripción que hace De la Maza es, por su amor al detalle, adecuada para cerrar este texto donde he querido hacer un breve repaso de lo que significa para mí ser un escoliasta. Espero que el público, después de leerlo, se atreva a subrayar y tachar las cosas que no sean de su agrado, que sospecho son varias.

La palabra es, pues, de Francisco de la Maza:

Se conocen varios ejemplares del Reportorio: el del Museo Nacional, que perteneció al licenciado Paz del Valle, que puso en la portada su nombre y esta tontera: “cumple este año de 1666, 60 años de edad”. Quizá de su mano sean también los inmensos subrayados y las muchas e impertinentes notas del texto. Perteneció después a don Domingo de Zúñiga, que puso en la página 152: “Este libro es de uso de Domingo de Zúñiga”, a la moda frailuna; abajo dice con distinta letra: “es borracho y loco”. En la página 156 dice: “Soy de Christóbal de Zúñiga y Ontiveros, año de 1731 y lo empeñé en dos reales de tepache con el que alucinado medía yo mexor las estrellas”. ¡Cómo se hubiera lastimado Enrico Martínez de esta burla de su compañero de oficio del siglo XVIII, el impresor Zúñiga y Ontiveros! Por último, en la página 177 dice: “Leí este libro en el mes de febrero de 1660. Mariano de Lizardi”.
Mis fotocopias del libro de Francisco de la Maza, donde se reproduce la portada del Reportorio de Enrico Martínez

Bajo capas de un polvo rutinario

(Publicado en Gaceta Frontal )
Celene Guzmán, Días de chicle,
Instituto Sinaloense de Cultura, 2014,

101 pp.

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El principal defecto que encuentro en muchas novelas radica en que son demasiado novelescas. Se diría que, con docilidad ovejuna, algunos narradores se sienten obligados a cumplir con las cuotas de misterio, intriga, violencia, sexo, personajes históricos y situaciones extraordinarias que, sin decirlo, muchas editoriales, obedientes a los parámetros de espectacularidad del mercado del entretenimiento, imponen como condición para publicar un libro. ¿El resultado? Una proliferación de escritores y lectores que, reacios a aceptar que la condición humana está mejor representada en una hora de aburrimiento e iridiscente banalidad que en un periplo colmado de aventuras, ignoran los brotes literarios que germinan en las llanuras de una vida sin sobresaltos.
Y es que, paradójicamente, lo más complicado y arriesgado es escribir una buena historia (es decir legible, interesante) en la que los acontecimientos sean anodinos y, sin embargo, como sucede en la vida real, absolutamente relevantes. Una historia construida a partir de las pequeñas cosas que, a veces sin nosotros sospecharlo, ponen en juego nuestra existencia. Una historia, en fin, contada con la certeza de que, como dijo Cioran, “no son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan tan meticulosamente como el Tiempo”.
Por eso me emocionó tanto descubrir a Celene Guzmán (Mazatlán, 1979) y a su ópera prima Días de chicle, novela breve en la que, bajo la forma de un diario íntimo, la narradora y protagonista, una joven mazatleca de aproximadamente veinticinco años, se dedica a consignar, con sencilla belleza y lenguaje coloquial, los detalles pasmosamente anodinos de su vida cotidiana desde un miércoles dos de junio hasta un sábado once de septiembre, lo cual, por sí solo, es interesante, pues el lector asiste a un raro fenómeno literario en el que las insignificancias ordinarias conforman una narrativa ágil y tensa que se sostiene sin necesidad de que intervengan hechos demasiado dramáticos (a través de las canciones que la protagonista escucha, por ejemplo, se puede reconstruir una parte de sus experiencias personales). Y es que, a primera vista, la historia de Guzmán parece compartir un aire de familia con textos como El libro de la almohada, de Sei Shônagon, obra escrita en el Japón del siglo xi en la que no hay una trama sino tan sólo un compendio de anotaciones cotidianas cuya singular estética radica en la fulgurante simplicidad de los detalles ordinarios e inconexos. Sin embargo, conforme uno va pasando las páginas se da cuenta de que definitivamente en Días de chicle sí hay una trama compuesta por acontecimientos determinantes y dramáticos. Lo notable es que, gracias a un juego de biombos, permanecen ocultos debido a cierta resistencia a contarlos por parte de la narradora, que con esa evasión parece insinuar que lo crucial de la existencia sucede bajo capas de un polvo rutinario y sin importancia.
¿A qué se debe ese impulso por ocultar algunas cosas? Sospecho que no se trata únicamente de una consciente inversión de la jerarquía literaria dominante que dicta qué es importante contar en una historia y qué no lo es –aunque estoy casi seguro que Celene Guzmán tiene una convicción heterodoxa al respecto. Creo que más bien la cuestión se debe colocar bajo el lente de los problemas y los métodos narrativos. Porque el ocultamiento que aquí se lleva a cabo mucho tiene que ver con la teoría del iceberg que acuñó Hemingway, según la cual una buena historia debe mostrar sólo una pequeña parte de los sucesos y la información, mientras que lo demás –quizá lo más importante– permanece oculto para producir un efecto de suspenso, duda e incertidumbre en el lector.
Siguiendo esa lección de escritura, Celene escamoteó el suceso más determinante de su historia, el trauma que justifica la evolución psicológica de la protagonista (sólo se puede saber que ocurrió en el lapso que va del veinticinco de junio al dieciocho de julio, durante los únicos días en que ella dejó de escribir en su diario), y en su lugar colocó los detalles cotidianos de los que he hablado, entre los que se pueden encontrar algunos indicios esporádicos que arrojan pistas sobre el trauma sucedido: «mi zafada de tuercas» (p.53), «afligida por todo lo que pasó y porque aún mucha gente sigue sacada de onda conmigo» (61)… Con esa poca información, el lector muerde el anzuelo y a partir de ese momento no puede dejar de conjeturar: ¿la narradora sufrió una crisis depresiva, se intentó suicidar, se emborrachó sin tregua?, y sobre todo: ¿qué la llevó a esa situación? La incógnita permanece sin respuesta a lo largo del libro, pero la falta de resolución no debe entenderse como defecto o imperfección, sino como su principal motivo. Porque se sabe que en literatura las respuestas importan menos que la enmarañada evolución de los problemas, que en sí mismos y en la resistencia que oponen para ser resueltos encuentran sus cualidades tanto estéticas como morales.
Pero Días de chicle no sólo es un artefacto narrativo ágil y bien escrito que además reivindica los detalles de la vida cotidiana. También es un agudo texto sobre los conflictos que surgen cuando la singularidad de un individuo choca con los arbitrarios y coercitivos parámetros de normalidad y salud mental dominantes. Esa fricción, que atraviesa de manera subterránea toda la obra y que en buena medida constituye lo que podría considerarse su tema principal, en ocasiones se vuelve invisible y por momentos eclosiona en pasajes específicos. Un ejemplo es cuando, después de haber pasado la crisis de la que no se habla totalmente, se producen las desorbitadas y condenatorias reacciones de las personas que rodean a la narradora: la someten a un tratamiento psiquiátrico que incluye la obligación de ingerir todos los días una pastilla que produce sueño, sus compañeros de trabajo se comportan como si a ella algo extraordinario y monstruoso le hubiera sucedido y, en un episodio que parece cómico pero que bien visto resulta estúpidamente estremecedor, su madre le prohíbe ver una película de Quentin Tarantino porque la considera poco apta para su salud: «mamá dijo que NO, que cosas que me confunden NO»(p. 41).
Lo interesante es que, sin necesidad de argumentar ni de utilizar un tono panfletario, Celene Guzmán se vale únicamente de la narración para denunciar la falsa y estandarizada idea de la normalidad y sus dinámicas de discriminación hacia todos aquellos que, por ser melancólicos, distraídos o por estar confundidos en la vida, son considerados bichos raros e indeseables. Así, cuando el psiquiatra que atiende a la narradora dictamina que el estado de su paciente no ha mejorado y que, por el contrario, se estancó en «un periodo de confusión, en un estado onírico», ella contesta: «Lo que no entiendo es, ¿qué de anormal puede tener que algunas cosas te confundan?, y mucho menos puedo concebir, por más vueltas y vueltas que le doy, ¿qué de locura puede haber en alguien al que le guste soñar?»(p. 64).
Por último, quiero destacar el juego ficcional que, a manera de cajas chinas, se insinúa en Días de chicle. Muy al principio del libro, la narradora escribe en su diario acerca de una convocatoria para un premio de novela que, por razones curiosas, comienza a hacerse muy presente en su vida. A raíz de esa situación, ella, que no es novelista ni muestra veleidades literarias mayores que las exigidas por la redacción de su diario, vacila entre concursar y no hacerlo: ¿qué cosas importantes podría ella abordar en una novela? Cuando por fin se decide a intentarlo, descubre en carne propia la frustración que conlleva la dificultad –incluso la imposibilidad– de la escritura, sobre todo al darse cuenta de que las preocupaciones y apremios cotidianos absorben toda su energía. A fin de cuentas, el libro termina sin que la narradora logre escribir la ficción para el concurso, y el asunto se diluye sin aspavientos entre otras cosas más relevantes para la trama, aunque no del todo pues, al terminar las páginas, uno se cuestiona qué fue lo que realmente acaba de leer: a) una novela que Celene Guzmán escribió con la forma de un diario íntimo, b) un diario ficticio que, pese a ser entretenido y estar bien escrito, no llega a ser una novela, c) la novela que la narradora hizo para el concurso y que, en una vuelta de tuerca, presentó bajo la forma de un diario que es una ficción dentro de la ficción, d) el diario personal de Celene Guzmán que ella misma formateó con la intención de publicarlo como una novela, e) todos los incisos anteriores. Sea como fuere, sorprende que una obra tan breve y, sobre todo, de una apariencia tan sencilla, sea capaz de producir tales preguntas y efectos.
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La autora
Hasta aquí mis comentarios. Me gustaría que sirvieran para que el público se acercara a leer a Celene Guzmán, pero sé que mi deseo es difícil de cumplir porque comprar Días de chicle es una tarea casi imposible, aunque su tiraje, amplio, consta de mil ejemplares. La razón es que este libro fue publicado por el Instituto Sinaloense de Cultura y el CONACULTA, instituciones gubernamentales que, si bien es cierto que se esfuerzan por cumplir el noble propósito de estimular la producción literaria y artística, lamentablemente no difunden las obras valiosas y bien editadas que ellos mismos publican, lo cual vuelve inútil todo el esfuerzo realizado. Aquí unas preguntas al respecto: ¿por qué la red de librerías Educal, esparcida por casi todas las ciudades del país, no tiene una sección de obras publicadas por los institutos de cultura de los estados?, ¿por qué no se cuenta con los recursos necesarios para promover estas obras por medio de reseñas, presentaciones, lecturas y una presencia más fuerte en las cada vez más proliferantes ferias de libros? Nadie lo sabe.

Por mi parte, como lector, lo único que se me ocurrió hacer fue escribir y lanzar esta botella al mar con la esperanza de que alguien adecuado, algún día, la reciba. Navegue, pues, esta reseña. Y esperemos que la pista de Celene Guzmán no se difumine en el silencio.

Días de biblioteca III: Sevilla

(Publicado en Este país)

El segundo día en la ciudad, con estupefacción, escuché al vendedor de hachís hablar de sus visitas a una biblioteca maravillosa. Estábamos en unas canchas con grafitis, cerca del río y de la estación de autobuses de la Plaza de Armas. Desde ahí podíamos ver cómo el ardoroso sol poniente descendía por el otro lado del Guadalquivir, sobre los tejados de Triana, barrio donde nos alojábamos cuatro mexicanos en la segunda planta de la casa de una señora a la que le decíamos abuela.

El sol poniente sobre los tejados del barrio de Triana

La abuela habitaba el piso de abajo junto con su cuadragenario hijo Carlos, quien debido a un aparatoso accidente no podía caminar y se pasaba todo el día metiendo goles en un videojuego de la FIFA. La abuela era una persona simple y agradable: le gustaba platicar, nos incitaba a salir de noche y a mí me regaló una chamarra del Real Betis Balompié, equipo sevillano cuyo eslogan es “Viva el Betis manque pierda”. Su casa era bonita y amplia, pero no tenía libreros, lo cual me perturbaba porque la cercanía de los libros es indispensable en mi vida: si permanezco más de tres días sin ellos comienzo a sufrir escalofríos, se me seca la boca y soy presa fácil de la ansiedad.

Por esa razón, después de una abstinencia libresca de varios días, me sentí hipnotizado por el vendedor de hachís que decía ir con frecuencia a una moderna biblioteca proverbialmente abastecida y equipada con sillones, grandes ventanales, televisiones para ver películas y jardines con asientos para leer al aire libre. Lo escuché embelesado y, mientras descendía el sol por el otro lado del undoso Guadalquivir, escruté atentamente su rostro hasta que pude ver en él algo que mis paisanos no vieron: en el breve y relampagueante espasmo de una carcajada suya, mientras le daba a mi amigo el cubito de hachís que éste le había ido a comprar, observé que los colmillos de su dentadura eran más grandes y afilados de lo normal, casi vampirescos… Me asusté… Sacudí la cabeza y parpadeé con fuerza… Creí estar alucinando, pero de inmediato recapacité y comprobé que en ese sujeto no había nada anormal. De hecho, él y yo nos parecíamos, compartíamos un pálido aire de familia porque —de pronto lo supe— pertenecíamos a la misma especie.

Como afirma el turco Enis Batur en su libro Las bibliotecas de Dédalo, los bibliotecómanos contamos con una suerte de sexto sentido que nos permite identificarnos entre la multitud. Asimismo, conforme nos volvemos más avezados, podemos discernir diversos clanes dentro de nuestra especie. Por ello no fue difícil darme cuenta de que el vendedor de hachís pertenecía a la rama de los bibliotecómanos asesinos (la palabra asesino proviene de haschischin o assasin, que significa “ebrio de hachís”), la cual ha establecido sociedades secretas en numerosas ciudades del mundo (Sevilla, evidentemente, contaba con una) y cuyos miembros son mortalmente severos con quienes, una vez adentro de sus filas, se atreven a cometer apostasía ayudando a miembros de clanes rivales.

Algunos de los bibliotecómanos asesinos más célebres han sido Charles Baudelaire y Walter Benjamin. Este último, bibliófilo empedernido, escribió un pequeño libro titulado Sobre el hachís, donde narra sus experiencias con esta sustancia. Sin embargo, es Baudelaire quien ocupa el lugar más destacado dentro de este panteón, pues en la primera parte de Los paraísos artificiales dejó dicho que un buen haschischin debe ser alguien cultivado, sensible, con “gusto por la metafísica y por el conocimiento de las diferentes hipótesis de la filosofía acerca del destino humano”, es decir, un amante de la lectura y los libros, una persona que, al estar rodeada de cultura, sea capaz de gritar con convicción lo siguiente: “Esos museos rebosantes de hermosas formas y de colores que embriagan, esas bibliotecas en las que se han ido acumulando los trabajos de la Ciencia y los sueños de la Musa, ¡todo ello ha sido creado para mí, para mí, para mí!”…

En esas divagaciones estaba mi cabeza cuando me percaté de cuán solo y extraviado me sentía en Sevilla, viviendo en una casa sin libreros y con amigos que no eran, como yo, bibliotecómanos irredentos. Y es que, necesitado como estaba de un cicerone ilustrado, hubiera querido que el vendedor de hachís aceptara mi petición de llevarme a conocer las bibliotecas de la ciudad. Porque, a diferencia de mis compañeros mexicanos, siempre he creído que el turismo bibliotecológico es indispensable cuando se anda de viaje. Así lo creyó en su tiempo Salvador Novo, quien dejó constancia de ello en su Nueva grandeza mexicana, libro donde narra que parte fundamental del recorrido turístico que planeó para un amigo suyo que visitaba por primera vez la Ciudad de México consistía en visitar algunas bibliotecas, y con tan buena suerte que en dicho recorrido pudieron platicar con José Vasconcelos, entonces director de la Nacional.

Yo, por el contrario, no corría con la misma fortuna. Lo único que aquel bibliotecómano asesino hizo por mí —y muy a regañadientes— fue informarme que la biblioteca a la que él iba se llamaba “Infanta Elena”, sitio que, como después comprobé, era bonito y moderno, pero no la gran cosa (en México tenemos mejores establecimientos).

Una vista interior de la biblioteca provincial Infanta Elena, donde, por cierto, tienen un ejemplar de El investigador perverso y otros ensayos dentro de su acervo



Por lo visto, tendría que visitar por mis propios medios los lugares que me interesaban. El número uno era, por supuesto, el Archivo General de Indias, donde se resguardan los documentos que la Corona española reunió sobre sus colonias de América entre los siglos XVI y XIX. Creado por Carlos III en 1785, dicen que el Archivo conserva aproximadamente 43 mil legajos y 8 mil mapas y dibujos, de los cuales yo, ingenuamente, quería ver en persona los que Enrico Martínez —cosmógrafo e impresor de la Nueva España a quien, entre otras cosas, las autoridades virreinales le encargaron las obras del drenaje del Valle de México— hizo de las tierras de California y Nuevo México.

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El Archivo General de Indias, en el centro de Sevilla

Como era de esperarse, fracasé: no contaba con ninguno de los requisitos para acceder al archivo a ver los documentos: no tenía comprobante de domicilio, ni acreditación de ninguna universidad, ni era ciudadano español, ni investigador…

–Claro que sí soy investigador —respingué.

–¿Y para cuál institución trabajas? —me preguntó una secretaria.

–Para mí mismo, ¿necesito a alguien más?

–Sí, la credencial de una universidad o de un instituto y una carta firmada que te autorice —contestó con desdén.

–¿Ah, sí?, pues vengo del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM —mentí y a cambio recibí una mirada de mayor desdén.

–Lo sentimos, necesitas las credenciales.

A diferencia del haschischin de Baudelaire, yo no pude gritar, en un delirio exaltado, que las bibliotecas de Sevilla fueron creadas para mí. Salí del Archivo y me dirigí a la orilla del Guadalquivir, donde mis amigos estaban bebiendo unas litronas (así les dicen en España a las caguamas). Les conté lo que me había pasado y ellos, sabiamente, me dijeron “Mándalos a la chingada”.

El resto de mis días en la ciudad anduve de chiringuito en chiringuito, comprobando una vez más que, en cualquier parte del mundo, uno cuenta con la cerveza y los amigos para aliviar todo tipo de frustración. No había conseguido ver documentos antiguos ni bellas estanterías repletas de libros, pero en cambio visité todas esas vertiginosas fiestas al aire libre que los españoles llaman “botellones”, y lo mejor fue que lo hice acompañado y portando mi chamarra del Betis, equipo al que hay que apoyar aunque nunca gane.


He ahí la lección de fidelidad que me dejó Sevilla.



Mi hermano "El Oso" y yo, saboreando una litrona marca Cruzcampo en la ribera del Guadalquivir