martes, 24 de marzo de 2015

La tierna extravagancia

Mi libro El investigador perverso y otros ensayos (Instituto Sinaloense de Cultura, 2014) está saliendo poco a poco a la luz. En esta ocasión se publicó el presente ensayo (que forma parte del libro) en el blog semanal de la revista Cuadrivio Quien guste leerlo en el genial espacio de la revista pulse aquí.

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Espiar a los objetos
Siempre he creído que Felisberto Hernández fue un ser de otro mundo, y que un azar del universo lo obligó a vivir en Uruguay entre los años 1902 y 1964. De él se podría decir (como en su tiempo se dijo de Ramón López Velarde) que caminaba en la vida «extraviado por el sendero de la extravagancia». Tan raro era que Italo Calvino lo calificó como «un irregular que escapa a toda clasificación y encasillamiento». Lo notable es que esa «irregularidad» se caracterizaba, como toda irregularidad que se respete, por ser silenciosa y tímida. Su biografía lo comprueba: fue un modesto pianista de provincia que con el tiempo se dedicó a escribir, sin muchos aspavientos, algunos de los cuentos más originales de toda la literatura. No le prestaba demasiada atención a las cosas de la realidad social: era tan despistado que, al parecer, nunca se enteró de que su esposa María Luisa era una espía soviética que se casó con él para introducirse en la sociedad uruguaya y así poder instalar un centro de operaciones clandestinas en América del Sur.
Sospecho que la verdadera vocación de Felisberto, a la que sí le prestaba toda su atención, era ver cosas insignificantes y después consignar por escrito sus disparatadas observaciones (a su manera él también era un espía). Lo que más llama la atención en sus cuentos es la avidez visual, la mirada penetrante –«Mi lujuria de ver», se lee en «El acomodador»– al encontrarse con objetos pequeños, muebles o adornos en vitrinas. Tenía la mirada perspicaz y detallista de un niño solitario que se comunica con las cosas. De ahí que cuando un personaje suyo ve una cama destendida pueda describirla de esta extravagante manera: «sus barras niqueladas me hacían pensar en una joven loca que se entregase a cualquiera», como si la cama fuera una persona. Su percepción de los objetos del mundo estaba compuesta por dosis iguales de ternura y demencia feliz (composición binaria que ya se nota en su curioso nombre).
¿Cómo eran los pensamientos de Felisberto Hernández? Siempre me lo pregunto, y me gusta conjeturar que su mente no coincidía con las de las personas comunes. Me resisto a creer que era un escritor ordinario y cuerdo que guardaba la rareza para su literatura. Lo imagino en un continuo y nostálgico viaje interior hacia una infancia descolocada, hacia una niñez en la que los objetos insinúan mensajes y en la que suceden cosas extrañas, donde nadie enciende las lámparas y las casas se inundan con el recuerdo de alguien desaparecido, donde los hombres matan a las muñecas de las que se enamoran y los balcones se caen, donde nunca cesa la música de piano y el misterio está encarnado por simpáticas espías de plástico con las que no rehusaríamos casarnos.
La ternura de la patria
«La suave Patria», de Ramón López Velarde (1888-1921), es el canto más tierno que se le ha escrito a México. Su ternura se debe a la transformación poética del país en un mundo miniatura y de juguete, en un lejano paraíso infantil. La ternura, ya lo dijo Milan Kundera, es la creación de un ámbito emocional en el que sea posible tratar a alguien como si fuera un niño. López Velarde construyó ese ámbito, y le dijo a México: «Suave Patria: tu casa todavía / es tan grande, que el tren va por la vía / como aguinaldo de juguetería»; «Tu imagen, el Palacio Nacional, / con tu misma grandeza y con tu igual/ estatura de niño y de dedal».

¿Por qué alguien se dirigiría a su país con un tono infantil? ¿Por qué, cuando leo «La suave Patria», las sensaciones de mi niñez provinciana despiertan y escucho de nuevo cómo en la Catedral de mi ciudad natal «caen las campanadas como centavos»? Porque es un poema que viene envuelto en un crujiente papel de nostalgia, porque la sola palabra «Patria» es sinónimo de infancia irrecuperable. José Emilio Pacheco explica este tono nostálgico al decir que López Velarde «Optó por un poema íntimo que en vez de cantar al nuevo México obregonista se despedía del México destruido por la Revolución». Se trata del canto a un lugar que ya no es el mismo, pero que guarda sepultado un pretérito feliz: «Tus entrañas no niegan un asilo/ para el ave que el párvulo sepulta/ en una caja de carretes de hilo».
Pero esta ternura nostálgica no es, como podrían pensar algunos, ñoña ni previsible como un uniforme cielo despejado. Por el contrario, está electrizada por las descargas inesperadas de la extravagancia, por el «Trueno de nuestras nubes, que nos baña/ de locura […]», esa locura que orilla al poeta a confesarle a la Patria –solemne e intocable para muchos otros–: «quiero raptarte en la cuaresma opaca/ sobre un garañón y con matraca, / y entre los tiros de la policía».
En este poema, un verso suave y casi beatífico, como de natividad cristiana, precede a otro subterráneo, mineral y demoniaco: «El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros de petróleo el diablo». Hay en él algo conmovedor e inquietante al mismo tiempo, una disposición para ver y relacionar lo desacostumbrado que me recuerda mucho la manera de escribir de aquel hombre extravagantemente dulce: Felisberto Hernández, quien, como nuestro poeta, gustaba de introducirse en los terrenos del pasado para regresar al presente de la escritura y yuxtaponer lo dulce con lo inusitado y hasta con lo perverso y lo erótico. Cuando se lee a López Velarde, uno puede encontrar una declaración de amor tan singular como ésta: «[Suave Patria: te amo] como a niña que asoma por la reja/ con la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito».
Por eso ahora, mientras releo estos versos y recuerdo, nostálgico, a la suave Patria de mi infancia, pienso que nunca antes en la historia de la literatura la palabra «huesito» –vocablo cuyo sentido ambiguo y a caballo entre lo fúnebre y lo pedófilo sólo él pudo elegir– había tenido dimensiones tan patrióticas, ni tan amorosamente tiernas.
El amor por lo pequeño
Walter Benjamin (1892-1940) amaba las cosas pequeñas porque era un nostálgico incurable. La búsqueda continua de miniaturas (le gustaban «los viejos juguetes, los sellos de correo, las fotos de tarjetas postales y esas imitaciones de la realidad de los paisajes invernales contenidos dentro de un globo de vidrio donde nieva cuando se los sacude») era la rara manera que tenía de intentar cumplir su mayor anhelo: ser otra vez un niño y habitar de nuevo aquella vieja casa familiar del barrio oeste descrita con tanta delicadeza enInfancia en Berlín hacia el 1900.
En ese libro conjura el olvidado poder mágico que de pequeño poseía para infundir vida en lo que lo rodeaba y fusionarse, por medio de la manipulación y el tacto, con los objetos y los edificios. Ahí acaricia esa evanescente capacidad con una ternura que oscila entre la esperanza y la resignación. Benjamin sabía que no «es posible recobrar por completo lo que hemos olvidado. Y quizá que eso sea bueno. Pues el shock sufrido al recobrarlo sería tan destructivo que al instante dejaríamos de comprender nuestra fuerte nostalgia». Y él era un aguerrido defensor de la suya.
Coleccionar (y la miniaturización que esto conlleva) era para él la ruta que lo llevaría a recuperar lo olvidado, pero también la certeza de que no lo lograría. En un ensayo que escribió a propósito de sus experiencias como bibliófilo aficionado, dijo: «un verdadero coleccionista considera que la adquisición de un libro antiguo es su resurrección, y es en esto donde reside lo infantil que, en el caso del coleccionista, se mezcla con lo senil. Porque los niños tienen la capacidad de renovar la existencia y eso es, para ellos, una práctica múltiple que manejan con desenvoltura».
Como Benjamin creía que la capacidad y la desenvoltura lo habían abandonado, sintiéndose senil, extendió su búsqueda hacia territorios siniestros: «Después pasaron años. Mi confianza en la magia casi había desaparecido; hacían falta estímulos muy fuertes para conseguir recuperarla. Empecé a buscarlos en lo extraño, en lo terrible, o en lo maldito». Es curioso observar cómo, en Infancia en Berlín hacia el 1900, narra que después de haber abandonado la primerísima niñez, sin ser un adolescente aún, comenzó a coleccionar pistas que le hablaran del lado oscuro del mundo. Se dio a la tarea de rastrear incendios y asesinatos, hablar con prostitutas, conocer los barrios pobres de la ciudad, hurgar en los muebles tétricos de su casa, la cual, después de ser considerada el lugar de remanso y paz inocente donde lo esperaban su pupitre, sus libros y su mullida cama, se convirtió para él en el lugar perfecto para que ocurriera el crimen («Este carácter propio de la vivienda burguesa, que suspira por el anónimo asesino como por el galán una anciana lasciva»).
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La nostálgica obra de Benjamin no puede entenderse sin el impulso de búsqueda y colección que se introduce en lo siniestro. Su libro Calle de dirección única es un catálogo minucioso de pequeñas y variadas cosas en el que a menudo se presentan reflexiones e instantáneas sobre lo prohibido, la miseria y el asco. Asimismo, su estudio sobre el París del Segundo Imperio en Baudelaire es una enciclopédica colección de datos y relaciones en la que abundan los conspiradores, los asesinos, los bohemios, las barricadas, los detectives de homicidios… Como coleccionista y nostálgico irredento, tomaba los datos de sus investigaciones y, con pasión de entomólogo obsesivo, los jibarizaba como si quisiera guardar todo lo que sabía en unas pequeñas vitrinas para de esa manera volver a ser el niño que vivió en Berlín hacia el 1900. Él mismo lo decía: «Basta observar a un coleccionista manipulando los objetos de su vitrina. Apenas los toma en sus manos parece mirar, inspirado, su pasado más remoto a través de ellos».