Me sucedió algo curioso, que nunca me ha ocurrido
antes
con un texto escrito, ni de otro autor y menos con uno
escrito
por mí: miré unas fotos que había tomado y me puse a
llorar.
Se trataba de imágenes de un hombre que al borde de la
carretera vendía perros de cerámica de tamaño natural.
MARIO BELLATIN, El libro uruguayo de los muertos
De no existir las imágenes fotográficas, estaríamos
condenados a padecer la frustración del aposento doble, fenómeno de la
percepción o estado psíquico descrito con delectación y abatimiento por
Baudelaire en uno de sus Pequeños poemas
en prosa. Ahí el poeta narra la fugaz ensoñación que lo impele a ver el
cuchitril donde vive como “una sala verdaderamente espiritual, donde la atmósfera, estancada, tiene un ligero tinte
rosa y azul”. Por efectos sensoriales, ese lugar muestra su faz oculta y
latente; es perfecto y etéreo hasta que, de pronto, algún inoportuno llama a la
puerta. Las epifanías sólo saben huir. El ruido rompe el encanto y el poeta es
desterrado de ese paraíso artificial, arrojado de nuevo a la miserable realidad
de su habitación, a “este mundo tan angosto, pero tan lleno de tedio.”
Muchos hemos experimentado ese episodio baudeleriano,
y comprobamos que la frustración aumenta si, como el poeta, queremos consignar
lo vislumbrado durante el ensueño. De ser así, la escritura hace un papel de
subrogación lamentable cuya única ventaja radica, en el mejor de los casos, en
ser un bello engarce de palabras. Se hace patente la necesidad de un cambio de
método: quizá trocar la literatura por la fotografía. Porque contraria a la
escritura –que a menudo se agota en el camino que ella misma traza–, la
fotografía es un ejercicio que oscila entre el control que el autor ejerce y una
suerte de alquimia que escapa de su voluntad. Es un proceso mediador que
resuelve dos impulsos antagónicos en una ruta desconocida cuyo rumbo, señalado
no tanto por el ojo artístico sino por la cámara en su función de brújula impredecible,
conduce a realidades misteriosas que primero no vemos pero que después
coinciden con la parte extraordinaria del aposento doble que menciona Baudelaire.
La diferencia consiste en que, al tener en nuestras manos las copias reveladas,
esa parte maravillosa no se borra como en el poema sino que permanece en forma
de testimonio de lo insólito.
Es bajo este impulso que está construido el libro NIIT, de Marina Ruiz Vallejo, fotógrafa
catalana ahora avecindada en el DF. Ella dice que su propósito fue subvertir lo
consuetudinario a partir de una visión nocturna y azarosa: “Lo más difícil es
retratar lo que uno ya conoce desde otro punto de vista”. Para eso tuvo que
dejar fuera del juego todo lo meridiano y profesional: su habitual equipo
fotográfico cedió el lugar a un modesto aparato marca Sonia que le costó cinco
euros y que no permite al operador enfocar la toma. Encima colocó un flash que
pesaba más que la propia cámara: “Me gusta el mundo de la noche donde todo se
ilumina con luz artificial dando un aire y aspecto distinto.” Así armada, se
dispuso a caminar y a disparar en escenarios que conocía de sobra. Algo que
hizo con frecuencia fue arrojar objetos y congelar su movimiento sorprendido
por el obturador. A propósito de “NIIT#5”, comenta: “En esta foto quería captar
el momento justo cuando la piedra impactara contra el suelo, pero disparé antes
o calculé mal, y quedó flotando; el azar tuvo mucho que ver, para bien, creo
yo”. El resultado es la revelación del misterio, la imagen del instante en que
se descorren los biombos de lo acostumbrado. Fantasmagoría real, la piedra deja
de ser una piedra y se convierte en un hipnótico emisario proveniente del
extremo oscuro del camino. Quien contempla la foto se siente como un viajero
con un pie en el rompiente de tinieblas.
El misterio ocurre en un parpadeo y, por lo general,
no lo percibimos. Cuando dura un poco más, el mundo conspira contra él, alguien
llama a la puerta, el ruido lo desvanece. De no existir los registros
fotográficos, sería difícil asirlo y casi imposible reproducirlo; contaríamos
con pocas posibilidades para sorprendernos en este mundo tan angosto y tan
lleno de tedio. Es bajo esa luz que comprendo ahora esta otra frase de Baudelaire:
“El culto a las imágenes (mi gran, mi única, mi primitiva pasión)”. Palabras
clarividentes si se toma en cuenta que fueron escritas precisamente en la
ciudad y en la época en que se gestaba el arte reproductor de imágenes, ejercicio que años
después nos sigue presentado como ningún otro el rostro elusivo del misterio, las piedras flotantes que indican el camino de lo desconocido.