lunes, 20 de octubre de 2014

El rostro del misterio

Me sucedió algo curioso, que nunca me ha ocurrido antes
con un texto escrito, ni de otro autor y menos con uno escrito
por mí: miré unas fotos que había tomado y me puse a llorar.
Se trataba de imágenes de un hombre que al borde de la
carretera vendía perros de cerámica de tamaño natural.
MARIO BELLATIN, El libro uruguayo de los muertos

De no existir las imágenes fotográficas, estaríamos condenados a padecer la frustración del aposento doble, fenómeno de la percepción o estado psíquico descrito con delectación y abatimiento por Baudelaire en uno de sus Pequeños poemas en prosa. Ahí el poeta narra la fugaz ensoñación que lo impele a ver el cuchitril donde vive como “una sala verdaderamente espiritual, donde la atmósfera, estancada, tiene un ligero tinte rosa y azul”. Por efectos sensoriales, ese lugar muestra su faz oculta y latente; es perfecto y etéreo hasta que, de pronto, algún inoportuno llama a la puerta. Las epifanías sólo saben huir. El ruido rompe el encanto y el poeta es desterrado de ese paraíso artificial, arrojado de nuevo a la miserable realidad de su habitación, a “este mundo tan angosto, pero tan lleno de tedio.”

Muchos hemos experimentado ese episodio baudeleriano, y comprobamos que la frustración aumenta si, como el poeta, queremos consignar lo vislumbrado durante el ensueño. De ser así, la escritura hace un papel de subrogación lamentable cuya única ventaja radica, en el mejor de los casos, en ser un bello engarce de palabras. Se hace patente la necesidad de un cambio de método: quizá trocar la literatura por la fotografía. Porque contraria a la escritura –que a menudo se agota en el camino que ella misma traza–, la fotografía es un ejercicio que oscila entre el control que el autor ejerce y una suerte de alquimia que escapa de su voluntad. Es un proceso mediador que resuelve dos impulsos antagónicos en una ruta desconocida cuyo rumbo, señalado no tanto por el ojo artístico sino por la cámara en su función de brújula impredecible, conduce a realidades misteriosas que primero no vemos pero que después coinciden con la parte extraordinaria del aposento doble que menciona Baudelaire. La diferencia consiste en que, al tener en nuestras manos las copias reveladas, esa parte maravillosa no se borra como en el poema sino que permanece en forma de testimonio de lo insólito.

Es bajo este impulso que está construido el libro NIIT, de Marina Ruiz Vallejo, fotógrafa catalana ahora avecindada en el DF. Ella dice que su propósito fue subvertir lo consuetudinario a partir de una visión nocturna y azarosa: “Lo más difícil es retratar lo que uno ya conoce desde otro punto de vista”. Para eso tuvo que dejar fuera del juego todo lo meridiano y profesional: su habitual equipo fotográfico cedió el lugar a un modesto aparato marca Sonia que le costó cinco euros y que no permite al operador enfocar la toma. Encima colocó un flash que pesaba más que la propia cámara: “Me gusta el mundo de la noche donde todo se ilumina con luz artificial dando un aire y aspecto distinto.” Así armada, se dispuso a caminar y a disparar en escenarios que conocía de sobra. Algo que hizo con frecuencia fue arrojar objetos y congelar su movimiento sorprendido por el obturador. A propósito de “NIIT#5”, comenta: “En esta foto quería captar el momento justo cuando la piedra impactara contra el suelo, pero disparé antes o calculé mal, y quedó flotando; el azar tuvo mucho que ver, para bien, creo yo”. El resultado es la revelación del misterio, la imagen del instante en que se descorren los biombos de lo acostumbrado. Fantasmagoría real, la piedra deja de ser una piedra y se convierte en un hipnótico emisario proveniente del extremo oscuro del camino. Quien contempla la foto se siente como un viajero con un pie en el rompiente de tinieblas.  


El misterio ocurre en un parpadeo y, por lo general, no lo percibimos. Cuando dura un poco más, el mundo conspira contra él, alguien llama a la puerta, el ruido lo desvanece. De no existir los registros fotográficos, sería difícil asirlo y casi imposible reproducirlo; contaríamos con pocas posibilidades para sorprendernos en este mundo tan angosto y tan lleno de tedio. Es bajo esa luz que comprendo ahora esta otra frase de Baudelaire: “El culto a las imágenes (mi gran, mi única, mi primitiva pasión)”. Palabras clarividentes si se toma en cuenta que fueron escritas precisamente en la ciudad y en la época en que se gestaba el arte reproductor de imágenes, ejercicio que años después nos sigue presentado como ningún otro el rostro elusivo del misterio, las piedras flotantes que indican el camino de lo desconocido.   

(Este texto fue publicado aquí)

domingo, 19 de octubre de 2014

Días de biblioteca I

Lunes 6 de octubre de 2014


En la Biblioteca Central de la UNAM, a las 5:50 de la tarde, veo frente a mí, al pie de los hermosos ventanales que en su parte superior tienen láminas cuadradas de ónix ambarino, a dos jóvenes de mi edad. Ambos ven a través del vidrio que da a los jardines de Ciudad Universitaria. Sus miradas parecen melancólicas, pero si presto más atención a sus gestos, descubro que bromean entre ellos y lucen felices. Son totalmente diferentes. El de la derecha es de estatura muy baja, casi enano. El otro padece gigantismo: enorme, rostro de ogro tierno, cuerpo algo retorcido, lleva en su mano izquierda un bastón ridículamente pequeño, lo cual lo hace ver bondadoso y pobre. Sería mejor que portara un báculo nudoso y grande como él, un caduceo de viejo eremita; le daría un aspecto respetable e interesante que, además, se vería complementado si su amigo se vistiera de don Sebastián de Morra.


Al fondo, la parte superior de los ventanales con los cuadros de ónix

11 de septiembre de 2014

8:45 PM, Biblioteca Central. Desprecio a esa pandilla de estudiosos que, como yo, siempre están en esta biblioteca, todo el día.

La radical diferencia entre mi persona y ellos es que se comportan como si fueran los mejores amigos, se saludan y se despiden con una dulzura repugnante, con gestos de apoyo mutuo, de un respeto tan cariñoso y almibarado que me hace pensar que en realidad no pueden convivir más de un rato juntos y que, en el fondo, se odian y se envidian sus conocimientos. 

Yo estoy solo.

No saben que la mejor manera de estar en una biblioteca es la que mostraría un fugitivo que aquí se esconde porque a este lugar no llegan los policías. Sí, adoptar la actitud de un asesino serial que redacta sus confesiones y se prepara para la fuga definitiva o el suicidio en el único lugar de la ciudad donde hay el silencio necesario para esas tareas vitales.

***

Quienes entran en la Biblioteca primero se comparan con quienes no entran; luego le llega el turno a observar las diferencias que les apartan de los de dentro. No obstante, a muy pocos les preocupa concentrarse en estos mínimos procesos de diferenciación; la mayoría de los lectores se limitan a distinguir a los que se parecen a ellos de los que no, y es natural: al fin y al cabo, su única preocupación tiene que ver con el libro, con los libros, y no con los demás lectores; si no tienen un ansia excesiva por preguntar por el camino, quién sabe, puede que no traten de relacionarse con sus pares, y quizá no deberían hacerlo.
ENIS BATUR, Las bibliotecas de Dédalo 


jueves, 9 de octubre de 2014

En el café Louvre-Port Actif


Tenía una cita a las tres de la tarde en el centro de la ciudad con Erik Alonso, quien, según me dijo, se reúne todas las semanas en ese lugar con Edgar Yepez para platicar y acusar al mundo, como lo hacían Thomas Bernhard y Paul Wittgenstein en los cafetines de Viena. La perspectiva del encuentro tenía, para mí, cierto encanto, ya que las personas que vería escribieron dos libros portátiles y hermosos, adjetivos prohibidos en la crítica literaria pero que a mí me gusta usar como conjuro que ahuyenta la idea de convertirme en un ejemplar hacedor de reseñas y no en un escritor de ensayos del estilo, precisamente, de Erik y Edgar, con quienes esa tarde tomaría un café en una charla que desde un principio imaginé alegre, voluble y un poco chiflada, quizá presidida por el espíritu paseante de Montaigne.

Recuerdo poco de los temas que tocamos en el Louvre-Port Actif de la calle Regina, donde degustamos unos magníficos micris, que son granos de café de Harar, recubiertos de una espesa capa de azúcar. Casi no hablamos de literatura, pero todo fue, desde mi punto de vista, muy literario. Disfruté, por ejemplo, de las esporádicas intervenciones de Edgar, quien, además de mencionar al oscuro hermano gemelo de Superman (personaje que aparece en la película Superman III, cuya existencia yo desconocía y que ahora me parece un espécimen notable de Doppelgänger), hizo varios comentarios sobre la importancia de permanecer soltero o, al menos, de actuar como si uno lo fuera: “en el fondo, eso es lo principal”, concluyó Yepez, y sus tres interlocutores fingimos no darnos cuenta de que citaba textualmente las famosas palabras de Marcel Duchamp referentes al celibato. Digo tres interlocutores porque a la parte final de la reunión llegó el escritor Juan Pablo Anaya vestido cómicamente como el profesor Aníbal Acha-Benavides, uno de los personajes de su excelente libro Kant y los extraterrestres. 

Café Louvre-Port Actif, ubicado en el cruce de las calles Regina e Isabel la Católica

Las cosas sucedían como magnetizadas por una energía rara e insolente: en el preciso momento en que Yepez terminó de hablar, Anaya vio pasar a una mujer hermosa y se lanzó a correr tras ella, a lo cual Edgar reaccionó diciendo que no debíamos dejarlo solo, que lo correcto era acompañarlo en su persecución galante. Yo asentí. Por su parte, Erik se disculpó y dijo que, aunque de todos modos preferiría no ser parte de la persecución, no podía ir con nosotros porque tenía un compromiso en la librería Rosario Castellanos, donde participaría en una mesa de diálogo en torno a lo que suele considerarse escritura de ficción y de no ficción. Nos advirtió, sin embargo, que él no creía en esa dicotomía forzada, pero que le parecía interesante el hecho de que, por ser ensayista, lo clasificaran como escritor de no ficción. Los tres hicimos movimientos pensativos con la cabeza y permanecimos en silencio unos segundos mientras Juan Pablo desaparecía en la esquina de la calle. Con paciencia y cortesía, Edgar y yo esperamos a que Erik abordara un taxi. Luego corrimos en busca de Anaya pero ya no lo encontramos; se internó en la arabesca medina chilanga, se metió en alguno de los muchos Pasajes del Noroeste que existen en esta ciudad y sólo se supo de él días después, cuando alguien dijo haberlo visto disfrazado de Jaime Maussan en un plantel de la Universidad Autónoma Metropolitana.

No tuvimos más opción que dirigirnos al metro. Yo iba a Taxqueña; Edgar, a la estación Cuatro Caminos, donde todavía tendría que tomar un camión rumbo a su casa, en el Estado de México. En tono de críptica complicidad, le dije que se fijara bien para no subir al autobús equivocado. Él me miró y con fraternidad respondió que no me preocupara, que esas cosas pasan, que todas las rutas son erróneas y, por esa razón, correctas al mismo tiempo, que no hay nada que temer puesto que, como bien dijo Eugenio Montale, “Puedes confiar en la oscuridad cuando la luz miente.”

Nos dimos un apretón de manos y nos separamos en el andén, que de golpe y de una manera totalmente cinematográfica se oscureció por la presencia de una multitud que se puso a luchar para poder ocupar un lugar en los vagones que acababan de abrir sus puertas.

martes, 7 de octubre de 2014

Trabajos por encargo

Esta pasión por retardar se convertiría no ya en el obstáculo
de la obra siempre diferida, sino en el motor esencial de
la obra en curso, la obra de actualidad, la que accede
a la publicación y a la fama.

Jean-Yves Jouannais, Artistas sin obra  

La película Adaptation, dirigida por Spike Jonze y escrita por Charlie Kaufman, es el mejor retrato que he visto del proceso creativo –a veces doloroso– por el que pasa un escritor cuando tiene que cumplir un trabajo por encargo. Supe de ella porque Erik Alonso la cita en un par de ocasiones dentro de su libro Los procesos, del cual, por cierto, debo entregar una reseña que no he terminado. La película me gustó tanto que la vi dos veces seguidas:

            Charlie Kaufman, interpretado por Nicolas Cage, es un guionista de Hollywood que se interna en un infierno personal al no poder adaptar para el cine el libro El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean. Lucha consigo mismo, no consigue escribir, se masturba cada noche y luego se increpa por su infertilidad. Además, Charlie mantiene una tensa convivencia con la figura del doble, representada por su hermano gemelo Donald, un cándido y bobalicón hombre que, sin tener la menor idea del oficio, comienza a escribir un guion estúpido que alcanza un éxito arrollador. Todo eso lo coloca en el borde de un abismo mental.


            Lo interesante del filme es que su argumento es el proceso de escritura de Kaufman; las cosas que vemos en la pantalla son los avances y retrocesos que suceden en la cabeza del guionista, los tachones en su manuscrito, las prevaricaciones con que se flagela al ver en el calendario que la fecha de entrega ya se cumplió sin que él haya conseguido terminar la tarea. Ese drama interior, representado cinematográficamente a través de una forma “parcial, caleidoscópica, paradojal”  que “predica la fabricación como única salida literaria”, me parece genial.

            Claro que todo el tiempo Charlie Kaufman (tanto el personaje como el verdadero guionista, o la confusión indisociable de ambos) tiene el camino fácil a la mano: la posibilidad de escribir algo hollywoodesco, predecible, taquillero. Pero para él eso significa traicionarse. Un principio ético que conlleva angustia, insomnio, frustración, avance lento: en el minuto cincuenta y tres de la película, cuando la escritura se ha vuelto imposible y la presión lo despierta a las tres de la mañana, Charlie abre por milésima vez el libro de Orlean y lee lo siguiente: “Hay demasiadas ideas y cosas y gente, demasiadas direcciones que tomar. Estaba empezando a pensar que la razón por la que es bueno que algo te interese apasionadamente es que reduce el mundo a un tamaño más manejable”. Entonces Kaufman le dice a la foto de la escritora que se encuentra en la solapa del libro:

            –No sé cómo hacer esto. Tengo miedo de desilusionarte. Escribiste un libro precioso. No puedo dormir.

            Y la voz imaginaria de Orlean (interpretada por Meryl Streep) le contesta con un tono comprensivo, cariñoso:

          –Solamente trabájalo. Concéntrate en una cosa de la historia. Nada más encuentra esa cosa específica que te apasiona y escribe acerca de eso.

            El consejo de Susan es sabio, trae sosiego. Quizá todo se reduzca a encontrar los detalles que nos gustan y escribir sobre ellos. Ahora que lo pienso, esa fue la técnica que Karla Olvera utilizó en su libro La mùsica en un tranvìa checo: buscó en los diarios íntimos de Fernando Pessoa, Franz Kafka y Virginia Woolf nueve “hermosas y excéntricas nimiedades” que le interesaran apasionadamente y luego se puso a escribir, con una curiosidad deliciosa, acerca de ellas.

            Me despierto a las tres de la mañana, poseído por una angustia indescriptible. Como Charlie, yo tampoco he terminado el texto que me encargaron. Abro el libro de Erik Alonso y en la página veinticuatro leo lo siguiente: “Lo difícil no es buscar sino reconocer las cosas que nos hacen sentir que el mundo, aunque sea por un momento, es de nuestro tamaño.”



Este texto que me encargaron me parece enorme, como el mundo que jamás podré recorrer. Necesito encontrar algo que lo vuelva de mi talla.

En realidad es difícil.