martes, 18 de febrero de 2014

La música en el metro (o de cómo un libro de ensayos me llevó al negocio de la piratería)

(Por azares de las conexiones de internet, este texto llegó a manos de Karla Olvera, quien en su sitio web dijo lo siguiente: 
"Esta mañana me compartieron el vínculo a un texto muy original en su hibridación de géneros y por desembocar en una acción sonora performática (así la definió el músico Fernando Vigueras) a partir de la lectura de La música en un tranvía checo. Su autor es Diego Rodríguez Landeros [...] Agradezco al autor por su texto, cuya lectura disfruté y me puso de muy buen humor". 
También se puede leer este ensayo mío  aquí)




Hace poco, fui a una librería Educal y, por sesenta pesos, adquirí La música en un tranvía checo (Tierra Adentro, 2011), primer libro de Karla Olvera (Pachuca, 1981), donde ella reelabora en cada uno de sus ensayos un fragmento de los diarios íntimos de Franz Kafka, Fernando Pessoa y Virginia Woolf.


Este libro, de un agradable sabor vilamatasiano, ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2011

Por su extravagancia imaginativa, el texto que da nombre a la colección me resulta particularmente atractivo. Surge a raíz de una anotación que Kafka hizo en 1910 a propósito de una escena que vivió en un tranvía de Praga, donde la entonces célebre bailarina Eduardova viajaba acompañada de dos violinistas que tocaban música para complacerla. En su diario, el escritor checo se limitó a plasmar brevemente la anécdota y a decir que los violines, acompañados de “una fuerte corriente de aire y en una calle tranquila”, suenan bonito. Y nada más. A partir de ahí, la imaginación de Olvera teje una teoría sobre Praga que, por su carácter esmeradamente indemostrable y lúdico, termina por volverse seductora y, más aún, produce el deseo de querer aplicarla a la ciudad en la que uno se encuentre.

La ensayista afirma que Praga es un lugar donde la vida ocurre “con un efecto de cámara lenta”, y que esa cualidad armoniza a la perfección con la lentitud de los tranvías que la recorren. Cuenta también que cuando ella viajó en uno de esos vehículos, concibió el desenvolvimiento de la ciudad “como una velocidad matrioshka [muñeca rusa], que dentro de sí llevaba otra y ésta a su vez otra y así”. Por último, Olvera realiza, con base en la anotación de Kafka, el siguiente esquema de su teoría praguense: la primera velocidad-realidad de Praga es Praga misma; la segunda, el tranvía; la tercera, el vagón del tranvía; la cuarta, la música de los violines que acompañaban a Eduardova; y la quinta (la más verdadera), la emoción que Kafka expresó con las palabras “suena bonito”.



Como ya dije, quise aplicar esa teoría al lugar donde vivo. Fue por eso que salí a comprobarla en carne propia. Esto fue lo que descubrí:

Es mentira que la ciudad de México transcurra para todos sus habitantes a una velocidad siempre desquiciada. Yo vivo aquí desde hace siete años y sólo un par de veces he experimentado la prisa, lo cual no me ha impedido ver a algunos de mis conciudadanos despeñarse en el abismo histérico de la aceleración desmedida, del que generalmente regresan con sus psiques aniquiladas. Séneca diría de ellos que “su carrera es sin consejo y vana, como la de las hormigas”, y que “no es la industria quien mueve a los inquietos, sino que, como a los locos, los agitan las falsas imágenes de las cosas”. En efecto, una falsa imagen de urgencia empaña la percepción temporal de muchos citadinos, y los impele a cometer atropellos en nombre de la infame divisa que afirma que el tiempo es dinero, totalmente falsa, por cierto, pues es comprobable que, en esta época aciaga, por mucho tiempo que se le dedique al trabajo, cada vez son menores las ganancias.

Si uno camina por ciertas calles sin bullicio, comprobará que vive en una ciudad donde la gente decente toma siestas a media tarde y donde hay bibliotecas enormes en las que ninis y desempleados se dedican todo el día a leer por placer. Como bien dijo Olvera, dentro de una urbe hay otras, regidas por velocidades distintas. De hecho, se puede ir más lejos y afirmar que cada habitante es una pequeña muñeca rusa guardada bajo matrioshkas más grandes. A ese nivel individual, la sensatez y la responsabilidad cívica dependen de la lentitud que cada quien le imprima a sus propios pasos, así como del arrojo que se tenga para sabotear el raudo mecanismo de la vida cotidiana con gestos tan revolucionarios como el dedicarse a la inmovilidad absoluta (en este sentido, es aleccionador el ensayo “Del derecho a estar aburrido”, también de Olvera, el cual tiene como epígrafe la siguiente frase de Óscar Wilde: “No hacer nada es la cosa más difícil del mundo; la más difícil, y la más intelectual”).

Sin embargo, cierto día no pude dejar de pensar, mientras viajaba en el metro y mis oídos eran torturados por zafios comerciantes de discos piratas que hacían sonar las bocinas en las que promocionaban su acelerada música, que era mi deber hacer algo para rebelarme y, de paso, obtener unas monedas. Si el metro era una realidad dentro de otra, y a su vez la rápida música de cumbia, reggaetón y banda sinaloense era otra realidad, yo podía crear una que, a su manera, desacelerara el enloquecido estruendo que conspiraba contra mi propósito de vivir lenta y tranquilamente.

No cabía duda, el arma perfecta era esa obra de Erik Satie llamada Vexations, sucesión de 152 notas que, para cumplir el proyecto de su compositor, deben ser ejecutadas una y otra vez, con la exasperante lentitud de un mantra, durante catorce horas, a la cual Luigi Amara, en su libro La escuela del aburrimiento, llamó “obra recalcitrante”, composición que “merecería ser considerada una de las piezas más aburridas de la historia de la música”.

En la computadora de mi casa descargué Vexations y la grabé, en formato mp3, repetidas veces en varios discos. Compré estuches de celofán e imprimí en papel bond unas portadas bastante insulsas. Conecté una bocina a un reproductor portátil de discos compactos y, al día siguiente, mercancía y equipo listos, entré de lleno al negocio ambulante de piratería en el metro:

“Apresurado pasajero, en esta ocasión se va a llevar a la venta la música más lenta y aburrida del mundo. Formato mp3, diez pesos vale”. Es interesante ver el desconcierto que se genera cuando reproduzco durante uno o dos minutos la obra de Satie. Se crea una micro realidad ralentizada dentro del vagón en la que, producto de la sorpresa, la confusión y el aburrimiento pleno, flota un tiempo distinto, afantasmado, detenido. Pero lo sorprendente es que hay gente que me compra, y que hasta el momento he vendido más de veinte discos.

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(Publicado en Vícam Switch)

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