martes, 21 de enero de 2014

Nadie es tan desvergonzado como desea

Jean Cocteau
Opium
Traducción y prólogo de Ignacio Vidal-Folch
Barcelona, BackList, Editorial Planeta, 2009, 193 pp.



Me pregunto si es justificada esta sospecha que Jean Cocteau colocó en la primera página de su libro Opium: “Seguramente se me acusará de falta de decoro”, decía el artista después de advertir que lo que uno va a leer a continuación son las notas y dibujos que realizó, a manera de diario íntimo, en la clínica de Saint-Cloud durante su desintoxicación de opio, la cual duró de diciembre de 1928 a abril de 1929.

Abro de nuevo el libro y pienso que, en efecto, tiene algo de incómodo y escandaloso que no alcanzo a identificar. No es el hecho de que el autor hable obsesivamente de la droga ni que escriba acerca de la trascendencia interior que, según su testimonio, otorga la experiencia de fumar: “El opio representa el papel del agua. Ninguno de nosotros lleva el mismo modelo de flor. Quien no fuma tal vez nunca llegue a saber qué tipo de flor hubiera desplegado el opio en él”. Esas cosas sólo indignan a los fariseos.

Aunque disfrute y admire las poéticas descripciones que Cocteau hace de las sensaciones que acarrea la adicción (“los síntomas de la adicción son de una clase tan extraña que cuesta describirlos […] Imagínese que la tierra da vueltas un poco más lentas, que la luna se aproxima un poco”, “aconsejo al enfermo que lleve ocho días de abstinencia que hunda la cabeza en un brazo, que pegue la oreja a ese brazo y que espere. Devastación, motines, fábricas que vuelan por los aires, ejércitos que huyen, diluvio, la oreja escucha el apocalipsis de la noche estrellada del cuerpo humano”), es otro aspecto de su texto el que me sorprende. En ese sentido, opino que las ilustraciones del libro tienen mayor fuerza que las propias palabras, y que expresan por sí mismas las revoluciones extrañas que acontecieron en el cuerpo y en la psique del Cocteau opiómano: dibujos de una cruda y desconcertante belleza, espasmos demenciales y dolorosos: imágenes de cuerpos mutilados, llagados, con protuberancias monstruosas, figuras humanas compuestas por delirantes pipas para fumar, pesadillas plásticas de un adicto en recuperación…


Más que su universo narcótico, lo que me fascina de la escritura de Opium, lo que considero que causa el verdadero escándalo en los lectores ordinarios, es decir, en los que esperan de los libros historias perfectas, lineales, noveleras, es cómo el texto se fragmenta, la manera en que, renuente a vestir el rígido corsé del orden y la progresión, se niega al encadenamiento narrativo y al desarrollo discursivo de una idea de principio a fin. La auténtica falta de decoro (lo que hace de esta obra algo áspero y valioso al mismo tiempo, parecido a un saco donde se revuelven indistintamente diamantes, piedras ordinarias, trozos de gemas, carbón y vidrio azogado que el lector puede, con riesgo de cortarse, tomar entre sus manos y acercar a su rostro para, quizá, encontrar entre esos fragmentos un breve reflejo suyo) radica en la necesidad que Cocteau tenía de corporizar su pensamiento por medio de las palabras y así poder mostrarlo, como lo haría un nudista impúdico, sin disfraces ni posturas artificiales, tal cual es: desordenado, digresivo, fragmentario, intermitente, capaz de saltar de una idea a otra sin un programa establecido. Explicada con sus propias palabras, la escandalosa búsqueda estilística que perseguía era la siguiente:

“El único estilo posible es el estilo hecho carne”. “Un estilo que sólo nazca de un corte de mí, de un endurecimiento del pensamiento por el tránsito brutal del interior al exterior. Con esa parada atónita del toro cuando sale del toril. Exponer nuestros fantasmas al chorro de una fuente petrificadora, no aprender a modelar delicadamente objetos curiosos sino a petrificar al paso cualquier cosa informe que sale de nosotros”.

Puesto que se puede calificar a Opium, sin temor a equivocarse, como el diario de un adicto, casi cualquier lector, al escuchar esto, pone en marcha un escrúpulo natural cuyo motivo no es la palabra adicto sino el vocablo diario. Ya lo decía Augusto Monterroso: “La palabra diario suscita en muchos la misma reacción que la palabra autobiografía o la palabra memorias. Entre nosotros todas tienen algo de descaro, cuando no de impudicia y de tabú”. La razón es que se trata de un tipo de literatura que tiene como motor principal la sinceridad desvergonzada de un sujeto que consigna todo lo recuerda y que pasa por su cabeza, sin cuestionarse si es interesante o aburrido. Y dicho escrúpulo aumenta cuando en el diario se lee que, con premeditación descarada, el autor desea “petrificar al paso cualquier cosa informe” que sale de él.

Pero ¿será auténtica esta desvergüenza? ¿Acaso no es factible que Cocteau haya desobedecido sus propias reglas y caído en la tentación de “modelar delicadamente”, de corregir sus frases hasta dar con las formas espléndidas que ostentan? Cada vez que releo algunos fragmentos de Opium, tengo la certeza de que me encuentro ante un diario meticulosamente labrado que, con la maestría de un seductor farsante, se presenta con un encantador aire de falso descuido.

Susan Sontag dijo que el diario de un escritor pertenece a un “género en bruto, aun cuando esté escrito con la mira a ser publicado”, a lo cual Monterroso contestó: “oh ingenua Susan, publica tus diarios y verás si es un género en bruto”, cosa que debemos tomar en cuenta con especial atención, ya que se encuentra en La letra e, libro genial y aparentemente espontáneo que Monterroso escribió, precisamente, como un diario que, según nos hace saber en su prefacio, pasó por tres fases de corrección (“Yo no escribo; yo sólo corrijo”, afirmó en una conferencia) antes de concluir en la perfecta versión que los lectores conocemos.

¿Cuántas veces Cocteau corrigió sus apuntes de Opium? Tal vez su método consistía en perfeccionarlos con vehemencia hasta alcanzar la impostada imperfección del estilo en bruto, “del estilo hecho carne”, para que creyéramos que era un desvergonzado. En realidad, sabía que el arte no puede alcanzar la impudicia total. Por eso, un poco resignado, advirtió en la famosa primera página de su libro: “Me gustaría carecer de decoro. Es difícil. La falta de decoro es el signo del héroe”. Sea como fuere, Opium es una obra enigmáticamente bella y, si se piensa bien, de una desvergüenza absoluta, pues ¿existe algo más indecoroso que tratar de perder el decoro sin lograrlo? 

(Publicado en Vícam Switch)

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